lunes, 7 de diciembre de 2015

CUENTOS DE FILOFICCIÓN




                               
CUENTOS DE FILOFICCIÓN

3. APROXIMACIÓN

 “El manso soliloquio de algún río” (Octavio Paz)


Cuadro lº

El antropoide miró frente a frente a su rival, pero le fue devuelta la misma fiera mirada. Ambos son fuertes e ignoran las restricciones, ambos habituados a la autoafirmación, ninguno dará marcha atrás en su camino. Mayor riesgo es volver la espalda  que afrontar cara a cara el peligro. La lucha es inevitable, una lucha a muerte, son dos poderíos incompatibles, o el uno o el otro, no hay término medio. Hay una misma consideración rondando sus turbias cabezas: reducir al extraño, cambiar al sujeto enfrentado en un simple objeto de apropiación, de consumición si es posible.
Se entabla la lucha. Se traban los cuerpos, se agolpa la sangre en fibras y nervios. Hay  adrenalina y testosterona golpeando el pulso a ritmo de vértigo. Se encogen los testículos y arrastran a toda la masa como torbellino en terrible embestida. La fuerza que duerme mecida blandamente en los centros de la vida, presa de sobresalto, súbitamente se concentra para estallar en un despliegue de garras y colmillos enfurecidos...

Teñido está de rojo el sol de la tarde. Tendido en el campo hay un cuerpo inerte y a su lado un animal maltrecho, pero vivo. Ya no tiene rival, ha experimentado de cerca el sabor de la muerte, pero vive.

Nuevos atardeceres y nuevas auroras, la vida en la selva sigue y el sobreviviente se ha adaptado a su ley: comer y no ser comido. Aquel amanecer camina semierguido y desafiante. Pero he aquí que un nuevo antropoide se cruza en su camino; también como él es un sobreviviente con su experiencia de muerte a la espalda.
De nuevo la lucha y también a muerte. Está en juego quién ha de imponer sus reales.  Pero ante el peligro de la lucha, uno de ellos, invadido por el temor a la muerte, implora con gestos sumisos clemencia. El vencedor descubre en aquellos ojos suplicantes un reconocimiento del propio poder y valía hasta entonces desconocido. Por un instante toma conciencia de todo lo que esto significa y decide mantener más largamente aquel reconocimiento:  le concede la vida y lo encadena al servicio de su manada.

Un dueño viviendo para sí y un esclavo viviendo para otro, la primera sociedad, el primer modelo de convivencia humana. Un altanero antes muerto que esclavo que vive de la sumisión del que prefirió la esclavitud antes que la muerte. Es la guerra la madre de todas las cosas, a unos los hace señores y a otros esclavos, a unos dioses y a otros mortales, sentenció el sabio griego.

Ha empezado la historia con sus juegos, sus vueltas y su continua inversión de papeles. La renuncia da dominio de sí y el trabajo lo da de la tierra, y todo dominio es poder. Sin dominio de sí, sin trabajo, mayor dependencia. Y vuelta a la tortilla: dueños que acaban en esclavos y esclavos que se hacen dueños, sin el menor mutuo acercamiento.
Pero todo eso vendrá después, sigamos ahora a la manada.

Cuadro 2º

La calina de la tarde desgranaba bochorno a mansalva sobre el roquedal en que estaba enclavada la gruta. Al antropoide señor, tras saciar su hambre con los higos recolectados por el antropoide esclavo, se le habían despertado  nuevos apetitos. Aliviada el hambre sin la menor fatiga, comenzó a plantearse cómo aliviar el bochorno de la tarde.
Pasó un rato sesteando, luego se adentró, todavía somnoliento, en la espesura  hasta llegar a un claro en el que el recodo del río descansaba blandamente en su lecho de arena.
La modorra del macho se vio de pronto sacudida ante el inesperado espectáculo de una joven antropoide que entre retozos y chapoteos se lavaba de forma un tanto exhibicionista sus atributos.
El antropoide señor fue presa de una emoción extraña y comenzó a percibir cómo algunas partes de su cuerpo cobraban una especial turgescencia.
No sabiendo qué hacer se acercó al agua, olfateó en la corriente los aromas del sobaco de la mona y levantó la cabeza al tiempo que desplegaba los labios con muestras inequívocas de satisfacción.
La joven antropoide, que parecía no querer ponérselo fácil, huyó río arriba, por lo que el macho tuvo que entregarse a la fatiga de la persecución.
Del río saltó a un árbol, del árbol a una roca, de la roca al terraplén de la margen del río. Aunque gordo y pesado conservaba una cierta agilidad de sus hábitos de lucha y no le fue difícil seguir los hábiles movimientos de la esquiva hembrita. Mas sus sueños comenzaron a esfumarse cuando vio cómo se encaramaba por un peligroso tajo en una garganta del río. Aquello era demasiado para su fornido cuerpo; en cambio parecía cosa de coser y cantar para los miembros esbeltos de la joven. Pero, de pronto, un salto, un traspié y he aquí que ésta cae rodando de la altura rompiéndose una pata.
Sin saber muy bien lo que hacía, el antropoide señor cargó con ella y se la llevó a la cueva.

Allí va a tener lugar una nueva lucha, pero de un carácter muy distinto. Son dos contrincantes que se miran frente a frente desde el abismo que separa los sexos, como imágenes invertidas, desde polos opuestos. Aquí todo se invierte y se complica: conquistar es perderse, la victoria es renuncia, el amante ha de ganarse la voluntad del amado, sólo me afirmo si el otro me afirma y el otro me afirma sólo si me entrego, reconocimiento mutuo del mutuo valor, movimientos recíprocos de posesión y de entrega. Ningún deseo de destrucción sino más bien lo contrario. Hay un vago barrunto de estar poseídos por un mismo querer que se desdobla y se junta de nuevo.
A pesar de todo sigue habiendo una lucha sin cuartel. Un nuevo fundirse de cuerpos, golpes de sangre y oleadas de testosterona  y progesterona. Hay un cuerpo a cuerpo, una rendición y una entrega. Vida y muerte se alternan en la exaltación y deflación del orgasmo.    
Y hay también una condena al trabajo, en principio de la hembra que, visitada por la vida, lleva en su cuerpo el producto del encuentro. La lucha amorosa pone en el mundo un nuevo ser en el que ambos se reconocen y en torno al cual comienzan a girar. Es el nuevo tipo de relación que hace posibles los acercamientos.
Nuestros antropoides han caído en la astuta trampa que les ha tendido la vida; el macho quiso llevarse su conquista a la cueva para el propio disfrute y la hembra vio que aquello era bueno, pero sin darse cuenta habían fundado la familia. Quedaban para siempre condenados a pensar para tres, para cuatro... o para los que dios mandase. ¡Astucias de la razón!, dirá Hegel.



Cuadro 3º

La joven antropoide estaba sentada a la puerta de su cueva tratando de comerse unas nueces que le había traído su compañero. La dentadura, debilitada por la pérdida de calcio en los partos, hacía poco menos que imposible la labor. Miró por el rabillo del ojo a la inquilina de la cueva vecina y observó que las machacaba con una piedra y se las comía tan ricamente. Repitió con aproximación aquel comportamiento obteniendo idéntico resultado. Desde entonces se pasaba todo el día espiando a su vecina e imaginándose a sí misma en las diversas tareas. Y no paraba de cavilar hasta mejorar el procedimiento, o al menos eso era lo que ella creía.
Había empezado la reflexión en el mundo, había empezado la simpatía,  era el primer atisbo de cultura. Desde entonces esa rama rebelde de los seres vivos que en vez de adaptarse al medio adapta éste a sus conveniencias comenzó a representarse a sí misma, a mirarse en sus representaciones y corregir sus torpezas emprendiendo un claro camino de superación y elegancia. Desde entonces hasta hoy hemos aprendido a mirarnos en los otros y, así, a ir corrigiendo nuestros propios errores; no se sabe muy bien hacia dónde, pero progresamos.
Y la cosa no quedó ahí; las vecinas curiosas poco a poco se fueron aproximando e intercambiando sus piedras, sus cuencos de coco, sus palos... Al principio los pedían señalando y emitiendo un ligero gruñido, más largo o más corto según la urgencia o la importancia del objeto. Luego los sonidos fueron más precisos y diferenciados, cobrando diversos matices conforme designaban más cosas. E hicieron tales progresos en su arte que al cabo de poco tiempo se tiraban de cháchara las horas muertas.
Los maridos, que apenas sabían emitir unos cuantos  sonidos guturales, se quedaban embobados viendo la destreza de las hembras en aquel parloteo y, aunque torpemente, aprendieron el nuevo arte.
El salto hasta el hombre ya era cosa hecha: ya tenían el repliegue de la reflexión, ese verse a sí mismo que se enrosca hacia dentro y nos hace saber que sabemos, pensar que pensamos y llegar al corazón mismo de las cosas; habían comenzado a usar utensilios, a plegar la naturaleza a sus fines en lugar de adaptarse a sus exigencias; y, sobre todo, habían inventado la más potente herramienta, la más completa, la de mayores prestaciones y la más revolucionaria, la que no podía ignorar ningún antropoidito que quisiera hacer carrera en el futuro, habían inventado la palabra.
Roto el aislamiento, habían iniciado un nuevo camino de sintonía y aproximación.

(Esto fue sólo el comienzo. Pero ¿qué vino después? Lo iremos sabiendo)

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