viernes, 18 de diciembre de 2015


CUENTOS DE FILOFICCIÓN (Continuación)

Cuadro 4º

Corrían por entonces los años de la primera glaciación; la comida escaseaba y el fuego estaba todavía por inventar. Hubo que emigrar al sur. El antropoide señor reunió su familia y pertenencias, incluidos los esclavos, y organizó su horda poniéndose en camino hacia tierras propicias.
Y buscando, buscando, fueron a instalarse en la desembocadura de un río, en una zona de veraneo de la costa mediterránea.
Ya en un país cálido, de secos y tormentosos veranos, nuestros antropoides disfrutaron, no sin cierto terror, del espectáculo más alucinante hasta entonces visto: un bosque en llamas.
Aquellas lenguas poderosas que avanzaban como haces de serpientes enfurecidas devorando a su paso la maraña impenetrable como si se tratara de los tiernos pastos que come el cervatillo en la pradera, aquel torrente de aves famélicas cuyos voraces deseos una vez satisfechos rebrotaban con más fuerza sin que nada les pudiera saciar, en fin, aquel aliento destructor, aquella fuerza implacable, aquella voluntad irresistible doblegando cuanto se interponía a su paso, dejó a todos estupefactos, pero más que a nadie al poderoso macho que ejercía el dominio absoluto sobre la mísera manada.

La mañana había amanecido serena tras la lluvia torrencial de la tormenta. Por el campo de cenizas deambulaba curioso un grupo de inquietos jóvenes de la horda. Recién salidos del islote del río en que se habían refugiado durante el incendio, llamó su atención el tocón de un árbol todavía humeante a pesar de la copiosa agua caída.  Uno, un tanto imaginativo, se cogió el apéndice inguinal y quiso comprobar su poderío sobre aquella fuerza destructora.  Entusiasmados por el resultado, se le unieron los demás formando un divertido coro de pirómanos bomberos. Estaban en plena faena cuando de pronto el chorro se les heló en su conducto. Había aparecido el macho jefe rodeado de sus hembras y la emprendió a zarpazos con las mangueras de los incautos mozalbetes.
De inmediato dio órdenes a su harén de alimentar aquel rescoldo con nuevas ramas. Y desde entonces prohibió terminantemente mear en el fuego;  y, para más asegurarse, puso a las hembras encargadas de velar por su conservación, por aquello de su anatomía menos propensa a ese tipo de cosas.
Aquello fue un paso decisivo para la hegemonía de la especie.
Una vez domesticado aquel extraño elemento, se le pudo introducir en la cueva dando al señor del fuego y a su horda un prestigio indiscutido entre las hordas vecinas.
Habían logrado: luz en la oscuridad de la noche o de la cueva, calor en los crudos inviernos, un medio para endurecer palos, moldear astas de animales, curar heridas, facilitar la manipulación y conservación de las piezas cazadas y para un sin fin de artes que fueron surgiendo a su amparo.

Cuadro 5º
 

 Si antes el macho jefe resultaba insoportable con el monopolio de las hembras, ahora, con el monopolio del fuego,  se volvió tirano y desconfiado como todo el que concentra excesivo poder.  Además de los usos mencionados descubrió que el fuego era un excelente instrumento de tortura para obtener información o doblegar voluntades.

 Pero la fuerza mucho tiempo contenida acaba rompiendo sus trabas. Hubo uno que le robó el fuego y se lo llevó a una cueva al otro lado de la montaña creando un nido de conspiración junto con  los hermanos más rebeldes.
El patriarca, que como todos los tiranos tenía su servicio de información debidamente organizado, logró echar el guante al autor del robo y  - según cuenta la tradición -  lo encadenó a una roca pero no logró, ni siquiera poniéndole brasas en las entrañas,  arrancarle el secreto de los conjurados.

En el harén se respiraba tirantez entre las hembras divididas. No era la primera vez que esto sucedía, pero ahora se trataba de la mona del río, la primera en la jerarquía, ella acaudillaba la revuelta. Una cuestión de amor propio. Su hijo primogénito era el encadenado. Había propuesto a todas sus compañeras cerrarse de patas hasta que el jefe no cesara en sus torturas.
Si el temor al macho era grande, la influencia que podía ejercer la primera hembra no había de ser menos temida. El enfado de aquél  podía acarrear un fuerte zarpazo o temible mordisco, pero el rencor de ésta  traía secuelas más persistentes y refinadas.
 Aquella noche, al retorno del jefe a la caverna, todas miraron a la primera dama que parecía devorar al conjunto con su amenazante mirada. Aquél fue tanteando una por una sin hallar a ninguna dispuesta. Por fin hociqueó suavemente los senos de la primera hembra que, un tanto condescendiente pero sin perder la compostura, le reprochó que ignorara lo que había pasado. Pensando que se trataba del que estaba sufriendo el castigo, éste se enfurruñó. Pero la otra, con el alto grado de disimulo que le daba a su género el hábil manejo de la lengua, le hizo saber que la pesadumbre de todo el harén se debía a que una mona joven en edad núbil se había extraviado en la selva mientras recolectaban plátanos y no había vuelto con la manada. Qué sería de ella  abandonada al arbitrio de jóvenes incontinentes o machos de otras manadas... 
Aquello era otro cantar. Le habían tocado en su pundonor, su orgullo de macho. Y ante aquellas hoscas miradas que parecían reprocharle al unísono su cobardía, no pudo menos que echarse a la calle asumiendo sus ineludibles responsabilidades.
Salió a regañadientes del calor de la gruta y se adentró confiado en las sombras de la húmeda noche bajo los cómplices guiños de un enjambre de estrellas. Ausente la luna, en calma los vientos, podía cortarse el espeso silencio de la selva. Ni el silbido distante del búho, ni el croar de las ranas o el chirrido prolongado del alacrán cebollero podían perturbar el sopor que pesaba sobre la multiforme vida del bosque. Subió a un promontorio, paróse, olfateó las corrientes de aire, aguzó en distintas direcciones el oído... Finalmente cogió onda. Unos quejidos lejanos y su buen olfato le llevaron derecho al lugar. En efecto, allí estaban. Un par de jóvenes componentes de la horda se divertían con la joven, que no parecía demasiado apurada. Ante aquella depravación de la juventud el gran macho dio un potente rugido y se lanzó contra los incautos dispuesto a darles su merecido. Pero éstos se replegaron estratégicamente hacia una quebrada haciendo caer al gorilón en la encerrona tramada por la hermandad de conjurados. Allí le aguardaba su implacable destino.

Aquel amanecer iluminó con una luz nueva la selva. Habían pasado cosas terribles. Las plantas y los animales y hasta los mismos elementos parecían compartir el horror general. Jamás se había visto tan execrable crimen.
Recompuestos los miembros descuartizados del terrorífico progenitor, las hembras lo colocaron en el fondo de la gruta. De alguna manera había que llenar aquel inmenso vacío, la orfandad de la horda. No faltó quien hiciera un elogio fúnebre exaltando las virtudes del muerto. Y hasta quien pidiera venganza por el crimen horrendo. Tampoco faltaron las lágrimas en el harén. Ya nada sería como antes.
Condenados a la penosa tarea de pensar con la propia cabeza, condenados a las discrepancias, sin las seguridades, sin la uniformidad que da un jefe indiscutido y llenos de remordimientos,  no tuvieron más remedio que ampararse en una nueva comunidad fraternal.

Aquel animal extraño que había aprendido a mirarse en sus semejantes fue poco a poco afrontando colectivamente sus necesidades, incluso tomando acuerdos conjuntos, pactando. Unidos moldeaban el medio haciéndolo habitable para todos.

Cuadro 6º

 Pero como se habían comido los hígados de su víctima para apropiarse de su fuerza, por ahí se les metió el padre en la sangre y con éste sus mandatos: No mear el fuego, no poseer las hembras de la propia familia, no matar más al padre - éste se habría reencarnado en un gran bisonte de una manada aparecida por la zona - y, en fin, seguir ofreciéndole parte del botín de la caza o de la recolección.
Cada cierto tiempo, para no olvidarse, recordaban aquella muerte sacrificando algún animal. La vista de la sangre aviva el recuerdo. Eran ciervos o potros salvajes, bisontes o cerdos... Algunos, heterodoxos, introdujeron el  pescado, - "el día del pescaito".  Los más refinados sustituyeron las víctimas por una copita de vino y algún que otro manjar.
Todos tenían en común que en vez de comerse los hígados del padre se comían el sacrificio. 
Lo importante era recordar la muerte del padre y lo que ésta había traído consigo: Todos estaban manchados con un delito execrable, todos llevaban la marca de la culpa, nadie podría proclamarse inocente sobre los demás; pero aquella feliz culpa les había liberado del tirano y había instaurado la comunidad fraternal.
 Las hembras ahora, además de guardar el fuego del hogar, se ocuparon de guardar el culto al antepasado. Como el cuerpo pronto se descompuso, representaron al padre por un gran bisonte para que siguiera presidiendo las reuniones en la cueva. Las artes plásticas al servicio de fines devotos.

Y el 7º descansó

Cuentan los antiguos que fue un tal Tubal el inventor de la danza y la canción.
Luego vinieron las otras artes y todo ese mundo de representaciones y encantamientos que permiten a los hombres encontrarse por la otra cara de la realidad.
Pero no siempre son caminos de aproximación y de encuentro.
Lameck hizo un canto a la espada y la sangre y Marduk inventó la astucia de la red.
Los hijos de Lameck fueron famosos por su fuerza y su violencia. Ya sabéis, esa clase de gente que hay que cogerles las vueltas para no tener que encontrarlos de frente.
Las hijas de Marduk atraparon en sus redes dulcemente a los hijos de Tubal. Y hubo cantos y encantos, redes y enredos y un sin fin de palabrerías con las que envolvían a unos y otros.
Como podéis imaginar, nada de esto hacía la menor gracia a los Señores de la Espada, por lo que andaban en continuas guerras y trifulcas.
Y sucedió que, cansados de tanta pelea, decidieron solucionar sus diferencias enfrentándose uno de cada bando provistos con sus armas respectivas.
Hay diversas versiones sobre aquella legendaria contienda. Hay quien dice que el hijo de Marduk toreó por naturales al feroz armado hasta dejarlo en suerte y rematarlo con su propia daga. Pero esta versión parece poco verosímil.
Según un acreditado ladrillo asirio que no obra en mi poder las cosas habrían sucedido como sigue. Los de Marduk habrían sembrado el campo de batalla de redes, con el consiguiente cabreo de los de Lameck, que, naturalmente, montaron la bronca. Los de Tubal, queriéndolo arreglar, se habrían puesto a hacer encantamientos, pero sin calcular, con las prisas, los poderes de sus ensalmos.
La precipitación, las irritaciones y toda una serie de torpezas, complicaron la cosa. Los mardukeos habían sembrado las redes a butroque, sin la menor consideración; los lameckinos, vista la trampa, se habían lanzado en tromba sobre sus arteros enemigos; mientras sonaba imparable la flauta mágica de Tubal.
Al son de la música se animaron las redes como serpientes encantadas irrumpiendo en frenética danza; crecían contoneándose y se erguían retorciéndose en volutas encrespadas como un mar fragoroso de telas de araña. Los tajos de las espadas sólo lograban multiplicarlas y hacer que se  reprodujeran más y más como plantas parásitas. Y de tal manera crecieron y tal fue su ímpetu arrollador que envolvieron a guerreros y a encantadores y hasta a los propios artífices.
Y quedaron todos atrapados como pez en las mallas; sus cabezas de un lado y sus manos de otro, habían perdido toda posibilidad de coordinación.
Las cabezas veían un mundo de sólo cabezas, sin poder ver las manos y todo lo demás. Las manos, en su mundo de manos, sólo estaban empeñadas en su ciega manipulación.
Desde entonces las manos y el cerebro andan a la greña sin que haya forma de ponerlos a trabajar juntos a los dos.
Y así acaba esta historia si un nuevo encanto no lo remedia.




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