miércoles, 23 de diciembre de 2015

COSAS DE LA VIDA. OTROS CUENTOS DE FILOFICCIÓN Cap. 2





COSAS DE LA VIDA
OTROS CUENTOS DE FILOFICCIÓN

Cap. 2. TIEMPOS REVUELTOS


             Y La Vida se fue refunfuñando: Con estos ya no hay nada que hacer, habrá que intentar otra cosa, tal vez dejar paso a nuevas generaciones…  
             Como quiera que el universo en su totalidad es un sistema termodinámico muy heterogéneo y desequilibrado, le explicó el sabio Prigogine, puede dar lugar a cualquier cosa, es cuestión de tiempo y muchos ensayos para lograr un reequilibrio de fuerzas para que todos estos constructos se vuelvan más sensibles, más adaptativos. Habrá que calcular estadísticamente todas las posibilidades de un nuevo sistema dinámico irreversible, de unas rutinas que contrarresten esa heterogeneidad y esos desequilibrios amparándose en lo colectivo, coherente y estable. Así, amiga Vida, desaparecerán tus dolores de cabeza, se resolverán todos tus problemas.

             La Vida, un tanto aliviada con tan sabias consideraciones, empezó a moverse con cautela entre lo azaroso y arbitrario y lo estable y repetitivo; pero, claro, se cansó de tanto darle tiempo al tiempo y decidió plantarle cara a ese tiempo displicente que parecía dársele muy poco de las estadísticas y del señor Prigogine. Vamos que para ella todo esto ni fu ni fa. Y allá que se fue navegando por campos energéticos y haciendo equilibrios sobre frágiles supercuerdas hasta la mansión del tiempo.

             Pero los tiempos por entonces, como de costumbre, andaban un tanto revueltos. Y éste fue el panorama que allí se encontró.
             Aún no ha llegado a la entrada y ya barrunta que allí tampoco andan las cosas muy bien del todo, por lo que prudentemente se queda al acecho esperando ver cómo acaba aquello.

El Futuro, aunque a veces aparece risueño y prometedor, ahora está desmelenado, alterado, enfurecido y anda vociferando a todo pulmón.
Gruñones, viejos podridos
matadores de ilusiones
miserables, encogidos.
Temerosos, apocados
cerrados para el progreso
rutinarios, despistados.
Ajenos a lo que pasa
con las llaves de la casa
abre y cierra todo el día.
Mantienen toda la masa
por fuera como una balsa
y por dentro en rebeldía.
Dejad a la gente joven
que rompa por donde pueda,
que se estrelle, si se estrella.
Que por muchos disparates
no han de ser tan alocados
cual vosotros, botarates.


En cambio el Presente parece tenerlo todo claro y dominar la situación sin complicarse demasiado la vida. Y volviéndose al Pretérito: - Eso va por ti, Pretérito.
El Pretérito, como es natural, tira de historia y recurre a uno de sus viejos amigos:
- Ya lo dijo D. José María:
      “Yo, el que con alada planta triunfadora
soñé hollar las cumbres con loca ambición,
yo el que me adornaba con rayos de aurora,
triste ya y vencido llevo en esta hora
rosas de la tarde sobre el corazón.                                                                                           
Ya voy aprendiendo la difícil ciencia
de vivir la vida tal como ella es
con toda la gracia de la transparencia
y todo el encanto de la sencillez.
No siento ambiciones ansias ni desvelos
quiero solamente vivir y cantar
es tan puro y simple todo cuanto anhelo
que cabe en mí mismo como cabe el cielo
dentro de una concha con agua de mar.”
 – Esto no es lo hablao – protesta el Presente -. Yo aquí he venido a hablar de lo mío: Los tiempos que corren. Si os ponéis así yo me voy.
      – Yo es que no aguanto tantos temores – insiste el Futuro -  tantos miedos a plantar cara a lo que tiene que venir; estoy ya harto de tirar del carro en solitario, ya está bien de tanta rémora detrás. 
- Lo que hay es lo que hay, le replica aquél. No hay que darle más vueltas. Por mucho que se te hinchen las narices el presente es el presente y todo lo que sea querer ir más allá es gana de perder el tiempo.
Siempre con su sensatez puntualizó el pretérito: - Ay cuántos males se evitarían si aprendierais del pasado; yo ya he pasado por todo eso y sé muy bien a donde va a parar.
– A dónde, si se puede saber, replican los otros dos.
– ¿Pero todavía no os habéis enterado?
             Como dijo el sabio Patanjali, Tó es pa ná.
Y entonces los tres enloquecidos entraron en una danza desaforada: Si tó es pa ná  pa qué luchar/ Si otros están en el control qué pinto yo. / Puedes hacer  hasta castillos/ mas siempre dentro del tingladillo. / Subas o bajes acá o allá / tú sabes siempre que es tó pa ná.
       – Lo que yo digo -  vuelve el Presente -, es que pa cuatro días que vamos a vivir... a qué vienen todos esos dolores de cabeza, pa qué comerse el coco con todos esos sueños. Y tan malos son los sueños del pasado como los del futuro; todos te llenan la cabeza de pájaros y te hacen olvidar la realidad de cada día. Yo, mis pies en el suelo y que no me vengan con músicas celestiales.
      - Bueno, eso de las músicas celestiales - replica el Futuro sin dejar su tono despectivo -,  se lo puedes decir al pasado que ya está un tanto caduco y no puede decir nada nuevo, lo pasado pasado y no hay vuelta atrás. Pero el futuro es otro cantar. Yo tengo proyectos a patás; tengo cosas que hacer para mil años a la vista, mis promesas y posibilidades las tenéis delante de las narices y no tenéis más que alargar el brazo para que se vuelvan realidad.
      Qué iluso, masculla para sus adentros el Pretérito, no sabe que ninguno de esos proyectos tiene pies ni cabeza si no cuenta conmigo. Luego, con voz mesurada susurró:
 - Sin un pasado, una historia, un país, una familia, tú no eres nadie. Sin raíces no puede crecer un árbol, sin cimientos no se sostiene una casa, sin mi experiencia nada sólido puedéis construir.
Presente y Futuro reaccionando a una le echan por cara lo poco que está sirviendo  su experiencia, su pasado y su historia: para saber lo que no tenemos que hacer. Con tanto pasado, tanta historia, costumbres y tradiciones no le dejáis a uno tiempo para vivir. Tiene uno que andar continuamente quitándose la costra de las tradiciones, rompiendo viejas telarañas si quiere llevar una vida sana y no vivir como un esquizofrénico.
- Yo quiero vivir aquí y ahora, sin tanta traba, como me pide mi cuerpo. ¡Quiero vivir! – grita el Presente.
– ¡Eso, eso! Hay que romper con el pasado y con sus trabas inútiles; y mirar con confianza al futuro. El progreso, los grandes horizontes, las miras lejanas, eso es lo que nos hace vivir.
      - Tampoco te pases. Yo no he dicho eso. Para qué tantos horizontes y progresos. A mí no me saques del aquí y el ahora; mi periódico, mi cerveza y dormir calentito. Pa dolores de cabeza  ya tengo bastante con mi Betis.
      – Está claro - continuó  el Pretérito en un intento de poner paz -,  al final no tenéis más remedio que contar conmigo. No en vano los dos sois hijos de vuestro pasado y para bien o para mal vuestro pasado va con vosotros y para quitároslo de encima tendréis que saldar cuentas con él. 
      - Yo no tengo que dar cuentas a nadie de nada; soy el futuro y  me sobran fuerzas y energías; y en última instancia tengo de mi parte los sueños que siempre alimentan el futuro. Nadie me podrá detener, todo lo que me propongo se hace realidad.
       – Con un par, sí señor. A ver qué se han creído estos fósiles del pasado. Es que no acaban de enterarse que ya hace mucho tiempo que se ha acabado la prehistoria.
      – Con tantas contemplaciones y tantos remilgos no se puede avanzar como pide el progreso. Teniendo energía y poder es cuestión de doblegar todo lo que se nos resista y allanar obstáculos que no hacen más que estorbar. Son los países viejos con todas sus historias los que se quedan mirando sin quitar la rémora que obstaculiza los caminos del futuro.
Pero aquí ya el Presente, con la mosca tras la oreja salta:
 - ¿¡Ehhh!? Eso me huele ya mal a mí. En nombre del futuro os cargáis la presente realidad. Todo eso que dices siempre y cuando no choque con la realidad.
      – Y aunque choque. Porque si nuestras ideas chocan con la realidad, peor para la realidad.
       – Cuando la realidad se construye sin contar con la historia - sentenció el Pretérito -, tarde o temprano la historia pasa factura. Tú crees que por muy fuerte que te sientas puedes arrasar sin más lo que penosamente han hecho siglos de historia.
       – Así pensaban los de la cueva de Altamira que manejaban la tecnología punta de la época. Pero los que miraban al futuro no se conformaron con eso y gracias a ello hoy gozamos de un progreso que no se ha conocido jamás.
– Eso hay que reconocerlo, replica zumbón el Presente,  comparado con aquellas flechas y hachas de piedra nuestras bombas de neutrones matan mucho mejor. Antes estaban todos paraos, hoy al menos no son tantos, el que más y el que menos tiene su puestecito en la fábrica o es funcionario del Estado. Antes se comían las cosas sin garantías de calidad, hoy te comes una hamburguesa de perro con todas las garantías del mundo.
      - Cachondeos los precisos, - le ataja el Futuro poniendo su dedo índice en el pecho de éste con cara de pocos amigos -. Naturalmente el progreso tiene su cara y su cruz;  pero supongo que tú no querrías andar por ahí en taparrabo.
– Hombre si ellas fueran igual a lo mejor no me importaría. En eso yo creo que no hemos progresado mucho. Yo creo que la gente ahora se desnuda peor que antes. ¿No es verdad, pretérito?
       – Mira tú, en tiempos de Adán y Eva, sin ir más lejos.
       – Dejemos eso que en eso el futuro está por escribir.
       – Yo creo que no hay nada que escribir para el futuro ni nada que lamentar del pasado. Hay que liberarse del pasado y del futuro y abrirse a todo lo que nos ofrece esa maravilla del momento presente.
¿Cómo era aquello del poeta? ¿Se hace camino al andar?
Pues eso. 

Y, ante el aplomo del Presente el Pasado se vuelve a sus sombras y el Futuro se va en busca de sol.

Y después de este recorrido por el tiempo la Vida lo pensó mejor y se fue a la otra cara de la realidad…


       LA OBRA “COSAS DE LA VIDA” ESTÁ PENDIENTE DE PUBLICACIÓN.

viernes, 18 de diciembre de 2015


CUENTOS DE FILOFICCIÓN (Continuación)

Cuadro 4º

Corrían por entonces los años de la primera glaciación; la comida escaseaba y el fuego estaba todavía por inventar. Hubo que emigrar al sur. El antropoide señor reunió su familia y pertenencias, incluidos los esclavos, y organizó su horda poniéndose en camino hacia tierras propicias.
Y buscando, buscando, fueron a instalarse en la desembocadura de un río, en una zona de veraneo de la costa mediterránea.
Ya en un país cálido, de secos y tormentosos veranos, nuestros antropoides disfrutaron, no sin cierto terror, del espectáculo más alucinante hasta entonces visto: un bosque en llamas.
Aquellas lenguas poderosas que avanzaban como haces de serpientes enfurecidas devorando a su paso la maraña impenetrable como si se tratara de los tiernos pastos que come el cervatillo en la pradera, aquel torrente de aves famélicas cuyos voraces deseos una vez satisfechos rebrotaban con más fuerza sin que nada les pudiera saciar, en fin, aquel aliento destructor, aquella fuerza implacable, aquella voluntad irresistible doblegando cuanto se interponía a su paso, dejó a todos estupefactos, pero más que a nadie al poderoso macho que ejercía el dominio absoluto sobre la mísera manada.

La mañana había amanecido serena tras la lluvia torrencial de la tormenta. Por el campo de cenizas deambulaba curioso un grupo de inquietos jóvenes de la horda. Recién salidos del islote del río en que se habían refugiado durante el incendio, llamó su atención el tocón de un árbol todavía humeante a pesar de la copiosa agua caída.  Uno, un tanto imaginativo, se cogió el apéndice inguinal y quiso comprobar su poderío sobre aquella fuerza destructora.  Entusiasmados por el resultado, se le unieron los demás formando un divertido coro de pirómanos bomberos. Estaban en plena faena cuando de pronto el chorro se les heló en su conducto. Había aparecido el macho jefe rodeado de sus hembras y la emprendió a zarpazos con las mangueras de los incautos mozalbetes.
De inmediato dio órdenes a su harén de alimentar aquel rescoldo con nuevas ramas. Y desde entonces prohibió terminantemente mear en el fuego;  y, para más asegurarse, puso a las hembras encargadas de velar por su conservación, por aquello de su anatomía menos propensa a ese tipo de cosas.
Aquello fue un paso decisivo para la hegemonía de la especie.
Una vez domesticado aquel extraño elemento, se le pudo introducir en la cueva dando al señor del fuego y a su horda un prestigio indiscutido entre las hordas vecinas.
Habían logrado: luz en la oscuridad de la noche o de la cueva, calor en los crudos inviernos, un medio para endurecer palos, moldear astas de animales, curar heridas, facilitar la manipulación y conservación de las piezas cazadas y para un sin fin de artes que fueron surgiendo a su amparo.

Cuadro 5º
 

 Si antes el macho jefe resultaba insoportable con el monopolio de las hembras, ahora, con el monopolio del fuego,  se volvió tirano y desconfiado como todo el que concentra excesivo poder.  Además de los usos mencionados descubrió que el fuego era un excelente instrumento de tortura para obtener información o doblegar voluntades.

 Pero la fuerza mucho tiempo contenida acaba rompiendo sus trabas. Hubo uno que le robó el fuego y se lo llevó a una cueva al otro lado de la montaña creando un nido de conspiración junto con  los hermanos más rebeldes.
El patriarca, que como todos los tiranos tenía su servicio de información debidamente organizado, logró echar el guante al autor del robo y  - según cuenta la tradición -  lo encadenó a una roca pero no logró, ni siquiera poniéndole brasas en las entrañas,  arrancarle el secreto de los conjurados.

En el harén se respiraba tirantez entre las hembras divididas. No era la primera vez que esto sucedía, pero ahora se trataba de la mona del río, la primera en la jerarquía, ella acaudillaba la revuelta. Una cuestión de amor propio. Su hijo primogénito era el encadenado. Había propuesto a todas sus compañeras cerrarse de patas hasta que el jefe no cesara en sus torturas.
Si el temor al macho era grande, la influencia que podía ejercer la primera hembra no había de ser menos temida. El enfado de aquél  podía acarrear un fuerte zarpazo o temible mordisco, pero el rencor de ésta  traía secuelas más persistentes y refinadas.
 Aquella noche, al retorno del jefe a la caverna, todas miraron a la primera dama que parecía devorar al conjunto con su amenazante mirada. Aquél fue tanteando una por una sin hallar a ninguna dispuesta. Por fin hociqueó suavemente los senos de la primera hembra que, un tanto condescendiente pero sin perder la compostura, le reprochó que ignorara lo que había pasado. Pensando que se trataba del que estaba sufriendo el castigo, éste se enfurruñó. Pero la otra, con el alto grado de disimulo que le daba a su género el hábil manejo de la lengua, le hizo saber que la pesadumbre de todo el harén se debía a que una mona joven en edad núbil se había extraviado en la selva mientras recolectaban plátanos y no había vuelto con la manada. Qué sería de ella  abandonada al arbitrio de jóvenes incontinentes o machos de otras manadas... 
Aquello era otro cantar. Le habían tocado en su pundonor, su orgullo de macho. Y ante aquellas hoscas miradas que parecían reprocharle al unísono su cobardía, no pudo menos que echarse a la calle asumiendo sus ineludibles responsabilidades.
Salió a regañadientes del calor de la gruta y se adentró confiado en las sombras de la húmeda noche bajo los cómplices guiños de un enjambre de estrellas. Ausente la luna, en calma los vientos, podía cortarse el espeso silencio de la selva. Ni el silbido distante del búho, ni el croar de las ranas o el chirrido prolongado del alacrán cebollero podían perturbar el sopor que pesaba sobre la multiforme vida del bosque. Subió a un promontorio, paróse, olfateó las corrientes de aire, aguzó en distintas direcciones el oído... Finalmente cogió onda. Unos quejidos lejanos y su buen olfato le llevaron derecho al lugar. En efecto, allí estaban. Un par de jóvenes componentes de la horda se divertían con la joven, que no parecía demasiado apurada. Ante aquella depravación de la juventud el gran macho dio un potente rugido y se lanzó contra los incautos dispuesto a darles su merecido. Pero éstos se replegaron estratégicamente hacia una quebrada haciendo caer al gorilón en la encerrona tramada por la hermandad de conjurados. Allí le aguardaba su implacable destino.

Aquel amanecer iluminó con una luz nueva la selva. Habían pasado cosas terribles. Las plantas y los animales y hasta los mismos elementos parecían compartir el horror general. Jamás se había visto tan execrable crimen.
Recompuestos los miembros descuartizados del terrorífico progenitor, las hembras lo colocaron en el fondo de la gruta. De alguna manera había que llenar aquel inmenso vacío, la orfandad de la horda. No faltó quien hiciera un elogio fúnebre exaltando las virtudes del muerto. Y hasta quien pidiera venganza por el crimen horrendo. Tampoco faltaron las lágrimas en el harén. Ya nada sería como antes.
Condenados a la penosa tarea de pensar con la propia cabeza, condenados a las discrepancias, sin las seguridades, sin la uniformidad que da un jefe indiscutido y llenos de remordimientos,  no tuvieron más remedio que ampararse en una nueva comunidad fraternal.

Aquel animal extraño que había aprendido a mirarse en sus semejantes fue poco a poco afrontando colectivamente sus necesidades, incluso tomando acuerdos conjuntos, pactando. Unidos moldeaban el medio haciéndolo habitable para todos.

Cuadro 6º

 Pero como se habían comido los hígados de su víctima para apropiarse de su fuerza, por ahí se les metió el padre en la sangre y con éste sus mandatos: No mear el fuego, no poseer las hembras de la propia familia, no matar más al padre - éste se habría reencarnado en un gran bisonte de una manada aparecida por la zona - y, en fin, seguir ofreciéndole parte del botín de la caza o de la recolección.
Cada cierto tiempo, para no olvidarse, recordaban aquella muerte sacrificando algún animal. La vista de la sangre aviva el recuerdo. Eran ciervos o potros salvajes, bisontes o cerdos... Algunos, heterodoxos, introdujeron el  pescado, - "el día del pescaito".  Los más refinados sustituyeron las víctimas por una copita de vino y algún que otro manjar.
Todos tenían en común que en vez de comerse los hígados del padre se comían el sacrificio. 
Lo importante era recordar la muerte del padre y lo que ésta había traído consigo: Todos estaban manchados con un delito execrable, todos llevaban la marca de la culpa, nadie podría proclamarse inocente sobre los demás; pero aquella feliz culpa les había liberado del tirano y había instaurado la comunidad fraternal.
 Las hembras ahora, además de guardar el fuego del hogar, se ocuparon de guardar el culto al antepasado. Como el cuerpo pronto se descompuso, representaron al padre por un gran bisonte para que siguiera presidiendo las reuniones en la cueva. Las artes plásticas al servicio de fines devotos.

Y el 7º descansó

Cuentan los antiguos que fue un tal Tubal el inventor de la danza y la canción.
Luego vinieron las otras artes y todo ese mundo de representaciones y encantamientos que permiten a los hombres encontrarse por la otra cara de la realidad.
Pero no siempre son caminos de aproximación y de encuentro.
Lameck hizo un canto a la espada y la sangre y Marduk inventó la astucia de la red.
Los hijos de Lameck fueron famosos por su fuerza y su violencia. Ya sabéis, esa clase de gente que hay que cogerles las vueltas para no tener que encontrarlos de frente.
Las hijas de Marduk atraparon en sus redes dulcemente a los hijos de Tubal. Y hubo cantos y encantos, redes y enredos y un sin fin de palabrerías con las que envolvían a unos y otros.
Como podéis imaginar, nada de esto hacía la menor gracia a los Señores de la Espada, por lo que andaban en continuas guerras y trifulcas.
Y sucedió que, cansados de tanta pelea, decidieron solucionar sus diferencias enfrentándose uno de cada bando provistos con sus armas respectivas.
Hay diversas versiones sobre aquella legendaria contienda. Hay quien dice que el hijo de Marduk toreó por naturales al feroz armado hasta dejarlo en suerte y rematarlo con su propia daga. Pero esta versión parece poco verosímil.
Según un acreditado ladrillo asirio que no obra en mi poder las cosas habrían sucedido como sigue. Los de Marduk habrían sembrado el campo de batalla de redes, con el consiguiente cabreo de los de Lameck, que, naturalmente, montaron la bronca. Los de Tubal, queriéndolo arreglar, se habrían puesto a hacer encantamientos, pero sin calcular, con las prisas, los poderes de sus ensalmos.
La precipitación, las irritaciones y toda una serie de torpezas, complicaron la cosa. Los mardukeos habían sembrado las redes a butroque, sin la menor consideración; los lameckinos, vista la trampa, se habían lanzado en tromba sobre sus arteros enemigos; mientras sonaba imparable la flauta mágica de Tubal.
Al son de la música se animaron las redes como serpientes encantadas irrumpiendo en frenética danza; crecían contoneándose y se erguían retorciéndose en volutas encrespadas como un mar fragoroso de telas de araña. Los tajos de las espadas sólo lograban multiplicarlas y hacer que se  reprodujeran más y más como plantas parásitas. Y de tal manera crecieron y tal fue su ímpetu arrollador que envolvieron a guerreros y a encantadores y hasta a los propios artífices.
Y quedaron todos atrapados como pez en las mallas; sus cabezas de un lado y sus manos de otro, habían perdido toda posibilidad de coordinación.
Las cabezas veían un mundo de sólo cabezas, sin poder ver las manos y todo lo demás. Las manos, en su mundo de manos, sólo estaban empeñadas en su ciega manipulación.
Desde entonces las manos y el cerebro andan a la greña sin que haya forma de ponerlos a trabajar juntos a los dos.
Y así acaba esta historia si un nuevo encanto no lo remedia.




lunes, 7 de diciembre de 2015

CUENTOS DE FILOFICCIÓN




                               
CUENTOS DE FILOFICCIÓN

3. APROXIMACIÓN

 “El manso soliloquio de algún río” (Octavio Paz)


Cuadro lº

El antropoide miró frente a frente a su rival, pero le fue devuelta la misma fiera mirada. Ambos son fuertes e ignoran las restricciones, ambos habituados a la autoafirmación, ninguno dará marcha atrás en su camino. Mayor riesgo es volver la espalda  que afrontar cara a cara el peligro. La lucha es inevitable, una lucha a muerte, son dos poderíos incompatibles, o el uno o el otro, no hay término medio. Hay una misma consideración rondando sus turbias cabezas: reducir al extraño, cambiar al sujeto enfrentado en un simple objeto de apropiación, de consumición si es posible.
Se entabla la lucha. Se traban los cuerpos, se agolpa la sangre en fibras y nervios. Hay  adrenalina y testosterona golpeando el pulso a ritmo de vértigo. Se encogen los testículos y arrastran a toda la masa como torbellino en terrible embestida. La fuerza que duerme mecida blandamente en los centros de la vida, presa de sobresalto, súbitamente se concentra para estallar en un despliegue de garras y colmillos enfurecidos...

Teñido está de rojo el sol de la tarde. Tendido en el campo hay un cuerpo inerte y a su lado un animal maltrecho, pero vivo. Ya no tiene rival, ha experimentado de cerca el sabor de la muerte, pero vive.

Nuevos atardeceres y nuevas auroras, la vida en la selva sigue y el sobreviviente se ha adaptado a su ley: comer y no ser comido. Aquel amanecer camina semierguido y desafiante. Pero he aquí que un nuevo antropoide se cruza en su camino; también como él es un sobreviviente con su experiencia de muerte a la espalda.
De nuevo la lucha y también a muerte. Está en juego quién ha de imponer sus reales.  Pero ante el peligro de la lucha, uno de ellos, invadido por el temor a la muerte, implora con gestos sumisos clemencia. El vencedor descubre en aquellos ojos suplicantes un reconocimiento del propio poder y valía hasta entonces desconocido. Por un instante toma conciencia de todo lo que esto significa y decide mantener más largamente aquel reconocimiento:  le concede la vida y lo encadena al servicio de su manada.

Un dueño viviendo para sí y un esclavo viviendo para otro, la primera sociedad, el primer modelo de convivencia humana. Un altanero antes muerto que esclavo que vive de la sumisión del que prefirió la esclavitud antes que la muerte. Es la guerra la madre de todas las cosas, a unos los hace señores y a otros esclavos, a unos dioses y a otros mortales, sentenció el sabio griego.

Ha empezado la historia con sus juegos, sus vueltas y su continua inversión de papeles. La renuncia da dominio de sí y el trabajo lo da de la tierra, y todo dominio es poder. Sin dominio de sí, sin trabajo, mayor dependencia. Y vuelta a la tortilla: dueños que acaban en esclavos y esclavos que se hacen dueños, sin el menor mutuo acercamiento.
Pero todo eso vendrá después, sigamos ahora a la manada.

Cuadro 2º

La calina de la tarde desgranaba bochorno a mansalva sobre el roquedal en que estaba enclavada la gruta. Al antropoide señor, tras saciar su hambre con los higos recolectados por el antropoide esclavo, se le habían despertado  nuevos apetitos. Aliviada el hambre sin la menor fatiga, comenzó a plantearse cómo aliviar el bochorno de la tarde.
Pasó un rato sesteando, luego se adentró, todavía somnoliento, en la espesura  hasta llegar a un claro en el que el recodo del río descansaba blandamente en su lecho de arena.
La modorra del macho se vio de pronto sacudida ante el inesperado espectáculo de una joven antropoide que entre retozos y chapoteos se lavaba de forma un tanto exhibicionista sus atributos.
El antropoide señor fue presa de una emoción extraña y comenzó a percibir cómo algunas partes de su cuerpo cobraban una especial turgescencia.
No sabiendo qué hacer se acercó al agua, olfateó en la corriente los aromas del sobaco de la mona y levantó la cabeza al tiempo que desplegaba los labios con muestras inequívocas de satisfacción.
La joven antropoide, que parecía no querer ponérselo fácil, huyó río arriba, por lo que el macho tuvo que entregarse a la fatiga de la persecución.
Del río saltó a un árbol, del árbol a una roca, de la roca al terraplén de la margen del río. Aunque gordo y pesado conservaba una cierta agilidad de sus hábitos de lucha y no le fue difícil seguir los hábiles movimientos de la esquiva hembrita. Mas sus sueños comenzaron a esfumarse cuando vio cómo se encaramaba por un peligroso tajo en una garganta del río. Aquello era demasiado para su fornido cuerpo; en cambio parecía cosa de coser y cantar para los miembros esbeltos de la joven. Pero, de pronto, un salto, un traspié y he aquí que ésta cae rodando de la altura rompiéndose una pata.
Sin saber muy bien lo que hacía, el antropoide señor cargó con ella y se la llevó a la cueva.

Allí va a tener lugar una nueva lucha, pero de un carácter muy distinto. Son dos contrincantes que se miran frente a frente desde el abismo que separa los sexos, como imágenes invertidas, desde polos opuestos. Aquí todo se invierte y se complica: conquistar es perderse, la victoria es renuncia, el amante ha de ganarse la voluntad del amado, sólo me afirmo si el otro me afirma y el otro me afirma sólo si me entrego, reconocimiento mutuo del mutuo valor, movimientos recíprocos de posesión y de entrega. Ningún deseo de destrucción sino más bien lo contrario. Hay un vago barrunto de estar poseídos por un mismo querer que se desdobla y se junta de nuevo.
A pesar de todo sigue habiendo una lucha sin cuartel. Un nuevo fundirse de cuerpos, golpes de sangre y oleadas de testosterona  y progesterona. Hay un cuerpo a cuerpo, una rendición y una entrega. Vida y muerte se alternan en la exaltación y deflación del orgasmo.    
Y hay también una condena al trabajo, en principio de la hembra que, visitada por la vida, lleva en su cuerpo el producto del encuentro. La lucha amorosa pone en el mundo un nuevo ser en el que ambos se reconocen y en torno al cual comienzan a girar. Es el nuevo tipo de relación que hace posibles los acercamientos.
Nuestros antropoides han caído en la astuta trampa que les ha tendido la vida; el macho quiso llevarse su conquista a la cueva para el propio disfrute y la hembra vio que aquello era bueno, pero sin darse cuenta habían fundado la familia. Quedaban para siempre condenados a pensar para tres, para cuatro... o para los que dios mandase. ¡Astucias de la razón!, dirá Hegel.



Cuadro 3º

La joven antropoide estaba sentada a la puerta de su cueva tratando de comerse unas nueces que le había traído su compañero. La dentadura, debilitada por la pérdida de calcio en los partos, hacía poco menos que imposible la labor. Miró por el rabillo del ojo a la inquilina de la cueva vecina y observó que las machacaba con una piedra y se las comía tan ricamente. Repitió con aproximación aquel comportamiento obteniendo idéntico resultado. Desde entonces se pasaba todo el día espiando a su vecina e imaginándose a sí misma en las diversas tareas. Y no paraba de cavilar hasta mejorar el procedimiento, o al menos eso era lo que ella creía.
Había empezado la reflexión en el mundo, había empezado la simpatía,  era el primer atisbo de cultura. Desde entonces esa rama rebelde de los seres vivos que en vez de adaptarse al medio adapta éste a sus conveniencias comenzó a representarse a sí misma, a mirarse en sus representaciones y corregir sus torpezas emprendiendo un claro camino de superación y elegancia. Desde entonces hasta hoy hemos aprendido a mirarnos en los otros y, así, a ir corrigiendo nuestros propios errores; no se sabe muy bien hacia dónde, pero progresamos.
Y la cosa no quedó ahí; las vecinas curiosas poco a poco se fueron aproximando e intercambiando sus piedras, sus cuencos de coco, sus palos... Al principio los pedían señalando y emitiendo un ligero gruñido, más largo o más corto según la urgencia o la importancia del objeto. Luego los sonidos fueron más precisos y diferenciados, cobrando diversos matices conforme designaban más cosas. E hicieron tales progresos en su arte que al cabo de poco tiempo se tiraban de cháchara las horas muertas.
Los maridos, que apenas sabían emitir unos cuantos  sonidos guturales, se quedaban embobados viendo la destreza de las hembras en aquel parloteo y, aunque torpemente, aprendieron el nuevo arte.
El salto hasta el hombre ya era cosa hecha: ya tenían el repliegue de la reflexión, ese verse a sí mismo que se enrosca hacia dentro y nos hace saber que sabemos, pensar que pensamos y llegar al corazón mismo de las cosas; habían comenzado a usar utensilios, a plegar la naturaleza a sus fines en lugar de adaptarse a sus exigencias; y, sobre todo, habían inventado la más potente herramienta, la más completa, la de mayores prestaciones y la más revolucionaria, la que no podía ignorar ningún antropoidito que quisiera hacer carrera en el futuro, habían inventado la palabra.
Roto el aislamiento, habían iniciado un nuevo camino de sintonía y aproximación.

(Esto fue sólo el comienzo. Pero ¿qué vino después? Lo iremos sabiendo)