miércoles, 31 de mayo de 2017

LA OTRA LEY DE LA SELVA


 LA OTRA LEY DE LA SELVA.
                       The other law of the jungle
RESUMEN
Quiere ser una aportación a la visión de las Ciencias Sistémicas, un acercamiento a la naturaleza con un pensamiento que no aísla los objetos del conocimiento sino que los repone en su contexto y los devuelve a la globalidad a que pertenecen. Se parte de unas experiencias en la selva amazónica y se analizan en claves de la ciencia actual y de planteamientos filosóficos.

ABSTRACT 
This paper aims to contribute to Systemic Sciences through an approach to nature based on a system of thought which does not isolate the objects of knowledge; on the contrary, it places objects back in their context, reinserting them in the globality to which they belong. The starting point is the analysis of a set of experiences in the Amazon jungle, in the prism of present-day science and philosophical ideas.  


Palabras clave: complejidad, contagio emocional, selección grupal, caos y orden, niveles de realidad.
Keywords: Complexity, emotional contagion, group selection, chaos and order, levels of reality

                        Antonio Durán[1]    Publicado en Rev. ALFA

Homo homini lupus (“El hombre es un lobo para el hombre”) es un antiguo proverbio romano que popularizó Thomas Hobbes. Aun cuando su tesis  básica impregna buena parte del derecho, la economía y las ciencias políticas, el proverbio encierra dos grandes errores. En primer lugar, no hace justicia a los cánidos  que son unos de los animales más gregarios y cooperativos del planeta. Y lo que es aún peor, el proverbio niega la naturaleza intrínsecamente social de nuestra propia especie. (De Waal 2007)

La noche en la selva te hace consciente de tus verdaderas dimensiones, de tu indefensión en esta naturaleza vigorosa y pujante de donde según parece hemos salido para instalarnos en ese otro mundo mediado por nuestras herramientas y nuestro lenguaje. Hemos puesto una barrera por medio para librarnos de su imprevisibilidad y sus amenazas  y, como dice Sloterdijk (2002),  nos hemos construido nuestra balsa que sortee sus peligros, su voracidad. Ahora nos queda por hacer organizar la convivencia en la balsa y gestionar los imprescindibles retornos a la naturaleza que sigue siendo nuestra fuente de aprovisionamiento y nuestro modelo de reproducción mientras no se invente otra cosa.
Pero resulta que hemos llegado tan lejos en el distanciamiento que hemos acabado por creernos de otro mundo y que podemos sin más prescindir de nuestros orígenes, de esas raíces que nos sustentan, de esos pálpitos que van marcando nuestros ritmos, de esa savia vital que atraviesa y estructura nuestra maquinaria cromosómica y que, en gran parte, marca sentido a nuestra existencia:
                    - entrar plenamente al juego de la vida, en el lugar y momento que nos corresponde,
                    - vivir lúcidamente en su armonía, conscientes de las reglas de sus juegos,
                    - en el tejido de relaciones que nos conforman, sin renegar lo más mínimo de ninguna de ellas.

   - ¿Que con la emergencia de representaciones simbólicas y de ese peculiar repliegue en que porciones de materia se vuelven transparentes a sí mismas todo cambia? ¿Que esos lúcidos núcleos de existencia se vuelven autónomos y protagonistas de un nuevo entramado de redes que nada tiene que ver con sus orígenes?
   - Vamos por pasos.

                     1. ENTRAR PLENAMENTE AL JUEGO DE LA VIDA, EN EL LUGAR Y MOMENTO QUE NOS CORRESPONDE.

                     Todo el que se embarca voluntario en una experiencia, y más si es  de carácter solidario, de alguna manera se siente disponer de su tiempo en primera persona; como ha dicho alguien,  no es remar de espaldas en la dirección que nos marcan voluntades ajenas. Aquí tus horas te pertenecen y eres dueño de tus pasos, vas ajustando tu hacer a tu pensar lo que te hace especialmente sensible al entramado que te rodea.
                     Los espacios en que se despliegan nuestras vidas van dando fisonomía a nuestra particular aventura. Uno de los espacios más característicos es la ciudad, como ámbito en que se desarrolla la mayor parte de nuestra existencia. “Un espacio que alienta y dinamiza pero que, frecuentemente, angustia, atruena, deshace a los indefensos ciudadanos”  (Lledó 2006).             
               Pero no podemos ignorar ese otro espacio en que se va gestando nuestro reloj biológico, el latir del corazón, el ensamblaje de los genes, los tejidos sinápticos que van forjando nuestros mapas neuronales, en fin, ese mundo de la naturaleza tanto más presente cuanto más olvidado.

“Fui a los bosques, nos dice Thoreau (1847),  porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida; ¡es tan hermoso el vivir!; tampoco quise practicar la resignación, a no ser que fuera absolutamente necesaria. Quise vivir profundamente y extraer toda la médula de la vida, vivir en forma tan dura y espartana como para derrotar todo lo que no fuera vida, cortar una amplia ringlera al ras del suelo, llevar la vida a un rincón y reducirla a sus menores elementos, y si fuera mezquina, obtener toda su genuina mezquindad y dar a conocer su mezquindad al mundo, o si fuera sublime, saberlo por propia experiencia y poder dar un verdadero resumen de ello en mi próxima salida. Porque me parece que la mayoría de los hombres se hallan en una extraña incertidumbre acerca de si la vida es del diablo o de Dios, y han deducido apresuradamente que la principal finalidad del hombre aquí es “glorificar a Dios” y gozar de él en la eternidad.”
La dialéctica campo-ciudad ha estado siempre presente en la historia de la humanidad, desde Babel y Sodoma, hasta las modernas teorías del buen salvaje y la llamada al retorno a las condiciones originarias donde ni la propiedad ni el abuso de poder corrompan al hombre.

 
“¿Para  qué las ciudades? Quizás mi fuente de inspiración estaba  en el secreto de los bosques intactos, en la caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas; en cantar lo que dice al peñón la onda que se despide, el arrebol a la ciénaga, la estrella a las inmensidades que guardan  el silencio de Dios. Allí en esos campos soñé quedarme con Alicia, a envejecer entre la juventud de nuestros hijos, a declinar entre los soles nacientes, a sentir fatigados nuestros corazones entre la savia vigorosa  de los vegetales centenarios, hasta que un día llorara yo sobre su cadáver o ella sobre el mío.” – pone en boca de su personaje José Eustasio Rivera (2006).
Pero luego la dureza de la vida salvaje le hace recapacitar: “En tanto, el recuerdo del mutilado me acompañaba; y con angustia jamás padecida quise huir del llano bravío donde se respira un calor guerrero y la muerte cabalga a la grupa de los cuartagos (caballo mediano). Aquel ambiente de pesadilla me enflaquecía el corazón, y era preciso volver a las tierras civilizadas, al remanso de la molicie, al ensueño y a la quietud.”

No hay duda que es necesario salir de las cuatro paredes en que nuestros temores encierran nuestra vida para sentirla en toda su riqueza, en todo su esplendor, para percibir la rica trama que nos une a todo el inmenso mundo que nos rodea. 
Hay muchas maneras de adentrarse en el mundo y su grandeza.  Ya Parménides había dicho aquello de que hacía falta un corazón que no tiembla para ir al encuentro de la redonda verdad, pero sin llegar a tanto uno puede modestamente con un mínimo de coraje tanto abrirse a otras culturas como escuchar el lenguaje de la naturaleza tal como suena en la  selva.

Nunca estuve ajeno a los ambientes naturales, siempre fue conmigo  el rumor de las recias encinas extremeñas de mi infancia, el regusto de esos campos y sus diversos pobladores de tierra, agua y aire, pero nada comparable al impresionante mundo de Sudamérica que he visitado por tres años sucesivos colaborando con la Asociación Española para la Enseñanza de las Ciencias de la tierra.
Ya el vuelo trasatlántico es una palpable constatación de la relatividad  espaciotemporal, luego el recibimiento por los entrañables voluntarios bolivianos y sus instituciones educativas y el calor humano de los maestros con los que compartimos experiencias son otras tantas llamadas a la apertura de horizontes, pero aquí solo quiero fijar mi atención en aquella pujante naturaleza donde todo, desde sus ríos a sus montes, sus lagos, sus altiplanos, sus salares, sus llanuras y por supuesto sus selvas, todo resulta desmesurado.
En la contemplación de tanta diversidad de formas, de tanta exuberancia y derroche por doquier veía Humboldt (1852) una fuente de goce que no hay palabras para describirla, al tiempo que vislumbraba “la conexión que existe entre todas las fuerzas de la naturaleza y el sentimiento íntimo de su mutua dependencia..., la unidad en la diversidad de los fenómenos, la armonía entre todas las cosas creadas...”  Y consideraba   el resultado más importante del estudio de la naturaleza esa comprensión de la unidad y la armonía en medio del inmenso agregado de cosas y fuerzas, lo que conlleva una auténtica terapia para toda dolencia interior.

Tengo que centrarme en Bolivia, corazón de Suramérica, en el multiétnico y multicultural Perú y en la inmensa y variada Argentina. El hilo conductor, mi interés en conocer estos ambientes a cambio de unos cursos a profesores sobre Multiculturalidad, Globalización, Tolerancia, Educación en Valores...  En Bolivia me sirve de plataforma la estupenda iniciativa de los Profesores de Ciencias de la Tierra, en los otros países diversos contactos con amigos.

     Será mi amiga Pili Barquín  quien me anime en mis primeras incursiones. Por supuesto, como bióloga, no le interesa para nada cualquier cosa que suene a filosofía.  Cuando me convenció de adentrarnos con guías en el Parque Natural de Amborós a pesar de mi reticencia, me dijo que me alegraría, que aprendería muchas cosas.
-          Eres mi Diotima, - le digo.
-          ¿Que soy tu idiotina?
-          Nada de eso, le aclaro, nada de eso tenía la maga que fue maestra de Sócrates.

La primera escala es siempre en Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, de aquí nos dispersamos en pequeños grupos por las diversas zonas.
En mi última visita parto con mi grupo en un minúsculo aerotaxi volando a trompicones contra el viento rumbo a  Trinidad, capital del Beni, ya en plena selva de la cuenca amazónica.  Aquí, tras los preparativos de los cursos con las autoridades académicas, hemos visitado los alrededores y finalmente hemos planificado con una agencia, junto a una pareja de canadienses, el fin de semana en la selva.

El viaje a la selva era algo que estaba en la mente de todos nosotros. A todos nos han embobado las más de cuatro horas río arriba por las mansas corrientes del Ibare, sumergidos en un paisaje imponente donde van alternando los bambúes, las palmeras motacú, árboles gigantescos como el ambaibo o el mapajo (algodón silvestre), con los enmarañados bejucos y diversas variedades de lianas; de vez en cuando un caimán, “lagarto” le dicen, que se sumerge desde la orilla o sus crías pequeñas que se quedan en la arena tomando el sol, por no hablar de la variedad de aves, sobre todo garzas, cormoranes, ibis, andarríos y otras menos conocidas como la carcaña, el serere, el chuví y diversos tipos de rapaces y otras que se alimentan de peces. Éstos no dejan de agitar las aguas al paso de nuestra barca saltando por todas partes hasta quedarse algún que otro presos dentro lo que hace que alguna de nuestras compañeras se entregue a la piadosa tarea de devolverlos a su líquido elemento. 
Finalmente nos instalamos en una de sus riberas donde nuestro guía Papacho se ha hecho construir una pascana o barraca abierta con la ayuda de los nativos de San Bartolomé, único poblado de la zona. Allí, bajo la protección de la amplia barraca, montamos diferentes tiendas. Una frugal merienda-cena es la única comida del día antes de entregarnos al descanso.
Las estrellas confundidas con luciérnagas juguetean entre las copas de los árboles, suena incesante el chirrido de grillos y cigarras, y dan profundidad al tiempo el acompasado piar de las aves nocturnas, los chillidos de no se sabe bien qué, si del tapacaré o pato ronco, guardián de las lagunas, de los monos o de algún otro animal. Los ruidos imprecisos de algo que remueve la maleza camino del agua ponen la intriga final.
Me resisto a ir a la cama e intento salir al claro del río, pero el relieve de la pendiente y la oscuridad que no disipa el resplandor de mi móvil me dan pocas opciones y me quedo en la pascana anotando estas observaciones a la luz de un rudimentario quinqué de petróleo mientras los demás duermen.
Tras un largo camino de unos ocho kilómetros a través de la selva, dejando atrás la aldeíta de San Bartolomé, y atravesando en una canoa solitaria un río menor, llegamos, la siguiente jornada, a la orilla del río Mamoré, que más al norte hará frontera de Bolivia con Brasil afluyendo luego al Amazona. Es impresionante este gran río, aún en estas fechas de sequía. Una orilla es baja y arenosa, pero la otra está socavada por el recodo de la corriente, con sus árboles y maleza como recién caídos al agua y sus altos terraplenes recién desmoronados. Juega en el remanso el bufeo, delfín de agua dulce, mientras le observan entre otros la garza real, el cormorán o pato-cuervo, el cuajo, similar al ibis sagrado de los egipcios, y el martín pescador. La carcaña, astuta ave de rapiña, se machaca los huevos de tortuga que ha desenterrado de su escondite en la arena. Un enjambre de mariposas amarillas pone colorido sobre la franja de tierra húmeda marcada por la escoria de la selva que dejó el río en la crecida. 

Retornamos por la misma senda volviendo a usar la misma canoa que nuestro guía, manejando una larga pértiga, vuelve a dejar en la orilla en que la encontramos a la ida. Él nos asegura que este mismo camino lo recorrió el Che Guevara disfrazado de campesino para reunirse con gente amiga de Trinidad. La verdad que en esta ciudad descuidada, a diferencia de Vallegrande, el lugar de su caída, se ven pocos vestigios de él.
San Bartolomé no son más que unas cuantas chozas con sus cercados, sus cochinos y sus gallinas por los alrededores. Abundan pomelos y toronjas, tamarindos, yuca y algunas plataneras. Llama la atención su escuelita hecha de mampostería, nos la  muestra el maestro, está recién pintada para la próxima fiesta del patrón. Los alumnos están barriendo la hojarasca de  los espacios circundantes por lo mismo. Luego está  la iglesia presidida por un espantoso Cristo negro junto al santo patrón encerrado en una especie de alacena. Aunque con suelo de tierra y paredes de adobes es espaciosa lo que da a entender que este debe ser el punto de convergencia de varios núcleos similares. El acceso más natural son los ríos; aunque también hay un canino que en la época seca lo puede recorrer un todo-terreno y llegar por un puente a Trinidad. Según el guía, son dueños de su tierra pero ni saben cultivarla ni explotarla. En nuestro recorrido hemos atravesado algunas zonas cercadas con ganado, pero estas son de los señores que viven en la ciudad.  Los nativos están tan desconectados de todo que nuestro guía les paga su trabajo en especies: jabón, conservas,  ajos, cebollas y todo un pesado saco de mercancías que les trae en su barca.

Al retorno nos encontramos con nuevos huéspedes en el campamento: cuatro argentinos que hacen deporte de pesca y tres escocesas se nos unen. El inglés pasa a ser la lengua oficial entre los canadienses, escocesas y algunos argentinos. Uno se hace la cuenta que es un gorjeo más de pájaros que acompaña a la algarabía de loros y parabas y tratas de recuperar la inmensa tranquilidad que se respira. Pero cuando eres tú el que está fuera del lenguaje eres tú el que pasas a ser naturaleza. Cosa a la verdad nada grata cuando te sientes empujado a ello sin lugar a elección, no ya la desconexión que tú asumes como pudieran ser el sueño o la soledad buscada.  Y es que a diferencia de estas experiencias en que de alguna manera nos hacen sentirnos, al decir de Jung, uno con el todo, allí en cambio no logras desconectar tu sensación de solitaria individualidad con  toda la desolación que ello conlleva.

2. PONER ORDEN EN EL CAOS, LAS CLAVES.

Otra visita, esta vez solo, desde Trinidad: Loma Suárez y Chuchini.
Las “lomas” son  grandes plataformas artificiales de tierra construidas por los más antiguos habitantes que poblaron el Beni. Como toda esta zona está constituida por tierras bajas inundables era la única manera de que sus poblados y cultivos estuvieran a salvo de las crecidas de los ríos e incluso tuvieran un foso de protección y  una reserva constante de agua en las lagunas formadas en los huecos de la tierra desplazada.
Loma Suárez recibe el nombre de una familia de potentados que dominó la región a principios del siglo XX. Todo el mundo cuenta hazañas truculentas de los tres hermanos Suárez que se habían repartido toda la región, unos 5 mil Km2,  y enriquecido con la explotación despótica del caucho y la castaña. En especial Nicolás cuya mansión, hoy sede de la “Marina” boliviana, preside esta loma. En la imaginería popular circulan leyendas como que este personaje tenía una laguna con caimanes y otra con pirañas y que cuando alguien se le rebelaba le mandaba azotar y una vez la sangre a flor de piel le daba a elegir a cuál de las dos lo tiraban atado de pies y manos. Otros cuentan que tenía un caimán y un tigre por mascotas a los que alimentaba entre otras cosas con la carne de los esclavos rebeldes a los que pegaba un tiro sin más cuando desobedecían. También cuentan de su harén de más de cuarenta mujeres, incluso aprisionadas para evitar la fuga. Se dice que una tuvo un hijo de él pero como lo odiaba se lo ocultó y se lo dio a criar a un campesino conocido suyo. Cuando el muchacho fue mayor mató al padre vengando así a su madre. Un fin digno de la tragedia griega.
Hay que decir que en la Guerra del Acre y luego en la del Chaco este personaje defendió los intereses de Bolivia, que eran los suyos, frente a Brasil y Paraguay. Esto al menos se lo reconocen los bolivianos a pesar de las grandes cesiones de territorio que tuvieron que pagar a esos países.         

Chuchini (madriguera del tigre) es otra loma a unos kilómetros de allí donde hay un espacio habilitado para visitar. Lo lleva una señora muy amable y su familia. Ella me ha contado algunas de estas leyendas populares; su hijo, antiguo casco azul en el Congo, nos hace de guía a mí y a una arqueóloga afroamericana que trabaja en Tiawanaco y que ha coincidido con mi escapada.

El entorno es todo él lujuriante de vegetación, mangos impresionantes alternan con otros árboles variedades del ficus, con cocoteros y diversos tipos de palmeras, tamarindos, pomelos y algún que otro tajibo siempre en flor. No dejan de alborotar las parabas o cacatúas multicolores y cuando éstas se callan se oye el canto potente de un pájaro que ellos llaman ruiseñor pero no tiene nada que ver con los nuestros, si acaso su nido en forma de cesta colgante y su agudo silbido, no ya su color oscuro, guarda un gran parecido con  nuestra oropéndola. Las lagunas artificiales alrededor de las lomas garantizan frescura y fecundidad.
Caminando entre la vegetación mi compañera de excursión se sube a los primeros brazos de un bibosi,  planta familia del ficus que abraza y estrangula a la palmera motacú, yo me acerco a ella para que el guía nos saque una foto. Mientras ella me coge simpática por el hombro siento unos fuertes pinchazos en manos y brazos. En mi precipitación me había apoyado en una rama de palosanto y sus terribles y diminutas hormigas rojas me habían invadido. El guía me tranquiliza mientras me sacude: ya no tendrás reuma, el veneno de estas hormigas es la mejor medicina. Llevo todo el camino un escozor como de ortigas hasta que al retorno al campamento la madre del guía me alivia frotando con alcohol las picaduras.
Al ponerse el sol, las parabas y loros montan una gran algarabía en los árboles cercanos donde pasan la noche. He observado en el camino varios troncos de palmera desmochados sin hojas, sé que la palmera es el árbol más resistente a todo, incluso a los incendios pues siempre rebrota su tronco. La señora me aclara que estas cacatúas se comen los cogollos de las palmeras y, una vez secas, hacen sus nidos en su lugar. - Dicho sea en favor de estas aves bulliciosas que, tras la Expo del 92 en Sevilla, nos ha invadido un insecto cuya plaga tiene efectos similares -. Las crías de aquellas tardan casi un año en llegar a adultas. Hay muchas variedades: cabezas azuladas, verdes, rojas, amarillas y distintos tamaños. Son muy fieles a sus parejas, me asegura la madre del guía, y muy tiernas haciéndose carantoñas con sus gruesos picos y cabezas llenas de colorido, lo puedo atestiguar.
Un paseo en bote al atardecer por la laguna da otra perspectiva de esta selva extraordinaria. Aunque sólo podemos movernos por la parte que no está invadida por los lirios acuáticos, vamos viendo nuevas aves como el pato cuervo o cormorán, la garza real y la blanca, gallinetas, la perdiz gigante, el hoazun o pava serere que me dice es un ave prehistórica... Pero la gran intriga de la charca son esos ojos grandotes que sobresalen en la superficie mirándote clandestinos y que cuando se acerca la barca desaparecen en el fondo verde de las aguas dejando una ligera estela de burbujas llenas de misterio.
El burbujeo de las aguas ricamente habitadas, los rayos de luz que tras un exuberante despliegue de colorido se ocultan y repiten repiten sus ciclos, este humus fértil en el que se desperezan mil formas de vida, este aire cargado de sustancias transmisoras de los más elementales mensajes, de los más embriagadores aromas, de sonidos que nos tocan en lo más primario de nuestro mundo neuronal. Todo este entramado balbucea un lenguaje que apenas sabemos descifrar. 

Cada planta, cada animal se especializa en un campo diverso para dar el resultado de esa construcción extraordinaria por la que circula de mil maneras la vida. Como bien decía Einstein (2005), con sólo trepadoras no hay selva. Cierto que sin esa regia columnata arbórea que sostiene en la altura el follaje propio y extraño sería todo diferente.
Victoria regia
Lo vemos en los inhóspitos paisajes de la puna andina o de la tundra siberiana. Son otro equilibrio, otro juego diverso.
Tampoco sería lo mismo sin los diferentes organismos que constituyen las intrincadas cadenas tróficas que trenzan los multiformes juegos con que va formando sus laberintos la vida. Hay todo un mundo de colores, olores, sabores, de sonidos y mil variedades de sensaciones que permean esa porción de materia trémula que es toda sustancia viva.


Darwin quiso poner orden en ese marasmo, propuso unas claves para su comprensión que en general han persistido a pesar de que aun en el campo de sus explicaciones resulta difícil el acuerdo.
Ya su colega Thomas Henry Huxley, tomándose la lucha por la existencia como la ley universal que mueve a toda criatura viva, interpreta toda naturaleza, incluso la humana, como una guerra sorda entre competidores natos que sólo renuncian a sus instintos, a sus pulsiones inconscientes más genuinas, ocultándolas bajo una capa de moralidad, un superego, desarrollado posteriormente por obra de la cultura. Basta rascar un poco y enseguida sale la fiera, la mala condición.
Al parecer no era esa la visión de Darwin que tanto en animales como en hombres admite, junto a las fuerzas evolutivas que promueven el interés propio, otras tendencias altruistas y compasivas. Hay animales marcados por instintos sociales como el cariño parental y filial; especies que se sirven de la cooperación – elefantes, lobos, delfines...- que muestran lealtad al grupo y tendencias de ayuda a los demás. (De Waal 2007).
Pero, según parece, fue la interpretación de Huxley la que primero se popularizó dando lugar incluso al llamado darwinismo social.

Siempre nos acercamos a la naturaleza con un trasfondo más o menos marcado; dependerá de ello que encontremos un lugar frío e inhóspito, enzarzado en constantes luchas con otros competidores o un mundo cálido, lleno de contrastes siempre estimulantes, transmisores de alegría de vivir.
El vértigo a que nos ha llevado nuestro afán de distanciarnos de la naturaleza, de trocearla en multitud de disciplinas, parece dar paso en la actualidad a un deseo de retorno, a una conciencia cada vez más clara de la complejidad del entramado que nos constituye, de la continuidad del todo del que los humanos constituimos un simple episodio.

            En línea con esta exigencia de acercamiento, también de los saberes (Morin, 2000), podemos citar la obra de De Waal (2007), Primates y filósofos,  donde se analiza nuestro parentesco moral con los diversos primates. El autor se pregunta, qué comparten estos especímenes que si no están ya en vías de extinción es gracias a las reservas que un mundo técnicamente organizado va creando para ellos.
Aunque parezca que no, hay mucho que hablar sobre el asunto pues con los grandes adelantos de la ciencia hemos llegado a saber que, además de compartir más del 99 % del código genético, compartimos con estos parientes, no tan retirados como se piensa, un montón de hábitos de comportamiento, de sentimientos y emociones, y, lo que es más, una moral.
¿Son los primates capaces de un comportamiento altruista, pensando en los otros, como parece exigir nuestra moral, o son egoístas por naturaleza?
De Waal hace la distinción entre interés, comportamiento beneficioso aun en seres carentes de intención como las plantas, y egoísmo que supone un factor intencional en la búsqueda de beneficios. Según él, hay “fuerzas evolutivas” (esa entidad que se supone en todo proceso) encaminadas al interés propio tanto en el animal como en el hombre pero eso no excluye el desarrollo simultáneo de “tendencias altruistas”.
Y volviendo a los monos, es indiscutible que muchos de ellos tienen comportamientos sociales que benefician al grupo, sea compartir comida, acicalamientos mutuos, gestos de consuelo en caso de sufrimiento...
Claro que todo eso no basta si no va acompañado de una acción voluntaria que supone una representación previa a la decisión que se toma. No parece que pueda haber moral sin el elemento racional.
El autor distingue una base elemental de la moral consistente en el “contagio emocional”, esos mecanismos que entran en juego en los citados comportamientos sociales y trae el testimonio del neurólogo A. Damasio que constata a nivel neuronal ciertos mecanismos de percepción que se ponen en marcha por la simple vista del sufrimiento ajeno – las llamadas “neuronas espejo” o neuronas de la empatía - ; y, por otra parte, un segundo nivel, la “empatía cognitiva”  que evalúa la situación ajena hasta adoptar la perspectiva del otro. Hasta este segundo nivel pueden llegar al menos los grandes simios. Sobre todo los chimpancés que manifiestan un gran sentido de la reciprocidad y la justicia; se dan entre ellos emociones amables y retributivas. También los monos capuchinos reaccionan de forma diversa cuando ven que un compañero tiene mejores recompensas  (uvas) que él (pepino) haciendo lo mismo. Es su sentido de la justicia. 
Si, como dicen Hume y los seguidores del emotivismo moral, la razón tiene que estar al servicio de las pasiones y no al revés; si es el sentimiento el fundamento de la moral y en particular los sentimientos de simpatía y benevolencia hacia la sociedad en general, no es difícil admitir una continuidad entre nuestro comportamiento moral y el de los primates.
Pero nada más lejos del pensamiento escolástico y racionalista que suponen que es la facultad intelectual la que en última instancia determina la voluntad y toda actividad propiamente humana: nihil volitur quin precognitur (nada se quiere si no se conoce previamente). Y de ahí la libertad de elegir entre las diversas opciones imposible sin el entendimiento.
Kant, una vez más, parece poner paz con su imperativo categórico de la razón práctica como base de la moral; un dato empírico, el “sentimiento” del deber, y un a priori de la razón, la universalidad: obra autónomamente pero que tu voluntad se ajuste a valores universales.

El mismo Darwin reconoce: “Cualquier animal dotado de unos instintos sociales bien marcados... inevitablemente adquirirá un sentido moral o conciencia tan pronto como sus facultades intelectuales hayan logrado un desarrollo tan elevado como en el hombre.” (El origen del hombre. Cit. De Waal, pág. 39).
De Waall recurre incluso a la filosofía china y con la ayuda de Mencio  insiste en nuestra naturaleza básicamente afectiva, movida por la conmiseración y la reciprocidad. Aunque la mente tiene un poder, los impulsos preceden a la razón y estos son por naturaleza buenos.
Con todo esto concluye que hay un error básico en Hobbes y luego en Huxley en hacer bandera de la vieja sentencia “el hombre es un lobo para el hombre”, pues ni hace justicia a la solidaridad de los cánidos ni a los más auténticos sentimientos de nuestra especie. Es el clásico dualismo cuerpo-mente, sentimiento-razón, malo-bueno, donde lo primero sería lo natural y lo segundo una capa advenida posteriormente, como el superyó freudiano o la piel de cordero que disimula hipócritamente nuestro natural perverso.
Y contrapone su teoría de la muñeca rusa: un trasfondo común al hombre y al animal al que se van añadiendo elementos nuevos a través de la evolución sin desaparecer lo primigenio. Desde el contagio emocional, la empatía cognitiva, a los sentimientos de simpatía y benevolencia cada vez más desinteresados. El propio Darwin, como hemos dicho, a diferencia de Huxley, está a favor de una continuidad entre nuestro juicio moral y factores como los instintos sociales, el cariño parental y filial, la cooperación, y, en definitiva, todo lo que contribuye a la selección grupal.
No faltan quienes llevan a dudosas consecuencias esa selección grupal, como quienes justificaron la Guerra del Golfo como una lucha por la supervivencia de una civilización dado el poder que da el control del petróleo (Gustavo Bueno en un Congreso de Filósofos Jóvenes en Sevilla); o quienes como Marvin Harris (1981) ven una selección ecológica en las guerras de las sociedades primitivas del Amazonas.

Por supuesto ninguna ley que se parezca a nuestras leyes morales. Ni bondad ni maldad en sentido humano, ni malvados ni nobles y generosos puede aplicarse en sentido estricto a ninguna especie vegetal o animal. Esa apreciación hoy bastante generalizada que ve en la selva un mundo de depredadores inmisericordes donde se imponen los fuertes y los débiles van quedando por el camino no deja de ser una simplificación como bien sabe cualquier estudioso de las ciencias de la tierra.
Y no es que además de la relación depredador - presa   existan otras múltiples variedades de relaciones sea de cooperación, simbiosis, comensalismo, etc. sino que simplemente es tal el entramado  de conexiones que enlazan a los seres vivos y a los que no lo son que no es de extrañar que vivamos ajenos a la mayoría de ellas.

Cierto que podemos reconocer, como nos enseña la biología, la presencia de ese juego de intrigas de las mutaciones genéticas y su correspondiente selección hacia formas cada vez más complejas y mejor ajustadas al todo.
Pero, como nos advierte Nagel (2000), el uso que hacen los dogmáticos de Dios como sustituto para explicar lo que no tiene explicación hoy lo hace el imperialismo darwiniano con sus explicaciones de todo por medio de principios inertes. Y es cuando menos poco creíble que todo ese fantástico mundo de los seres vivos e incluso nosotros y todas las creaciones de nuestra mente se reduzcan a un producto de eventos químicos azarosos; que esa formación prodigiosa de moléculas, galaxias y organismos,  de conciencias e inteligencias responda sólo a simples accidentes o tropezones cósmicos frutos del azar. (Lipton, 2007)
Al menos  Baruch Spinoza  tuvo la coherencia de suponer en la realidad primordial la extensión y el pensamiento como atributos imprescindibles.

Nuestros físicos están cada vez más perplejos ante la complejidad de las fuerzas que allá en lo más hondo de esa materia que somos trenzan sus inúmeros juegos, desde la danza cuántica de las partículas/ondas, hasta la autoorganización y adaptación al medio de los sistemas abiertos de que nos habla la termodinámica.

Tal vez  sea Ilya Prigogine (1996) quien más ha acercado biología y física con sus conceptos de  procesos irreversibles, azar creador, autoorganización y complejización (WAGENSBERG, 85).

El universo, nos dice, se entiende desde sus posibilidades, no desde un estado inicial; no hay un orden newtoniano de tiempo rectilíneo sino un mundo fluctuante, ruidoso y caótico. Para entender los modos de evolución de ese caos está la dinámica y sus leyes.
Para empezar, en contra de lo que pudiera indicar la segunda ley de la termodinámica, la entropía no es una tendencia general al estado de mayor desorden, sino que se dan sistemas dinámicos inestables que evolucionan hacia un orden dentro de posibilidades estadísticas y de forma irreversible. Así surgen las estructuras disipativas, capaces de recuperar como información la energía que disipan, la forma en que se autoorganiza la materia viva, vista desde la física.  
Según él la inestabilidad ha dado lugar a todo lo que hay: todo se debe a esa inestabilidad y desequilibrio del flujo de energía procedente de reacciones nucleares en el interior del sol, así surgió la vida en nuestro ecosistema. El alejamiento del equilibrio conduce a “comportamientos colectivos”, a un régimen de “actividad coherente”. La misma materia sería resultado de “procesos irreversibles”.
En El fin de las certidumbres, se nos dice: “Como ya hemos destacado, tanto en Dinámica Clásica como en Física Cuántica las leyes fundamentales ahora expresan posibilidades, no certidumbres.”  En su formulación tradicional, las leyes de la física describen un mundo idealizado, un mundo estable, y no el mundo inestable, evolutivo, en que vivimos. Todo es cuestión de que la física adopte un punto de vista de conjuntos y no de individualidades  para situarse en esta nueva visión del universo.
Selva amazónica
Pero al final concluye: “lo que hoy emerge es una descripción mediatriz, entre dos representaciones alienantes: la de un mundo determinista y la de un mundo arbitrario sometido únicamente al azar. Las leyes no gobiernan el mundo, pero éste tampoco se rige por el azar.

Todo esto recuerda los “sistemas complejos adaptativos” de que nos habla Murray Gell-Mann (1994) que  surgen cuando se da una mezcla de regularidad y azar adecuada: Ni un azar excesivo que no deje lugar a las repeticiones ni una regularidad absoluta que no permita los cambios. Para él “en el curso de la evolución física del universo, el fenómeno de la gravitación dio origen a la agregación de la materia en galaxias y más tarde en estrellas y planetas, entre ellos nuestra Tierra. Desde el mismo momento de su formación, tales cuerpos ya manifestaban una cierta complejidad, diversidad e individualidad, pero estas propiedades adquirieron un nuevo significado con la aparición de los sistemas complejos adaptativos. En la tierra este hecho estuvo ligado a los  procesos del origen de la vida y la evolución biológica, que han generado la gran diversidad de especies existentes.”


Como si todos los caminos nos llevaran a Roma, siempre encontramos en el seno mismo del caos una irresistible tendencia a la diversificación, al orden y las constancias o si se prefiere una machacona insistencia de lo repetitivo en hacerse sitio a despecho de la indeterminación y el azar.

Y es que el orden no lo inventamos nosotros, formamos parte de él (Nagel, 2000), y se nos muestra de muchas maneras.
Sea en los secretos que vamos arrancando a la naturaleza, cuando a partir de unas muestras generalizamos unas formas de comportamientos que luego vamos aquilatando por sucesivas inferencias hasta reposar en leyes, ese supuesto orden que de alguna forma barruntamos.
Sea a través de la intuición estética, al percibir algo bello, como dotado de partes dialogantes, de ritmos y armonías internos, en sintonía con nuestros deseos y aspiraciones.
Sea cuando la relación con nuestros semejantes es tal que nos sentimos navegar en nuestro propio elemento. También aquí como en los casos anteriores el orden se nos muestra en forma negativa ante el malestar que nos provoca su ausencia.

Es sabido que a los físicos en general  lo que les interesa es constatar las constancias que se dan en esa materia que somos, entrar con sus medidas en la complejidad de las fuerzas que nos atraviesan, pero, a decir de Fritjof Kapra (2006), tanto la teoría general de la relatividad como los hallazgos sobre la indeterminación de Heisenberg y en particular la física cuántica vienen a disolver los conceptos tradicionales de una realidad objetiva compuesta por elementos aislados donde las sustancias, las causas y los conceptos de espacio y tiempo tenían un significado preciso medibles y cuantificables sin relación a nada extraño.
Por el contrario la idea que parece recurrente es la de un gigantesco entramado de relaciones en el que la energía se mueve y condensa en un soporte espacio-temporal curvado por acción de las ondas gravitacionales, adoptando formas ya de partículas ya de campos de fuerzas o supercuerdas,  donde sólo la estadística puede dar cuenta de su interacción.
Y si hemos de creer a Schrödinger (2007), no hay observador  neutral, no hay observación sin contacto, ni contacto sin modificación. Siempre hay algo de la realidad que se nos escapa. Por lo demás, este mundo material se ha construido sólo a costa de extraer de él el yo, es decir, la mente. La mente construye el mundo a costa de excluirse a sí misma; su creación no contiene al que la crea. Son otras tantas advertencias de los límites de nuestra pretendida objetividad.

 No obstante, las ciencias actuales se mueven con relativa soltura y parecen dominar los mundos de las fuerzas gravitatorias, electromagnéticas, subatómicas…utilizando con profusión sus juegos de ondas y partículas. Han logrado exactitud y rigor en sus previsiones a base de reducir sus campos, de delimitar competencias, nos dice Ortega (2001), al tiempo que nos previene del peligro que olvidar esto supone, de lo que llama “la barbarie de la especialización”.

Nuestra civilización y por consiguiente nuestra enseñanza, nos dice Edgar Morin (2000),   han privilegiado la separación en detrimento de la unión, el análisis en detrimento de la síntesis, lo que nos lleva a una acumulación sin nexo en lugar de una organización de conocimientos. Importa contextualizar y globalizar los saberes, reconocer la unidad en el seno de la multiplicidad y la multiplicidad en el de la unidad. Todo se entreteje por un lazo natural e insensible y es imposible conocer la parte sin conocer el todo y el todo sin la parte.
En el mundo de las llamadas ciencias sistémicas (Ecología, Ciencias de la tierra, Cosmología) hay un hilo conductor que afecta a sus diversos ámbitos y es esa conciencia de que todo está relacionado en nuestro entorno y que sus múltiples implicaciones sólo podemos afrontarlas desde una visión de conjunto lo que el citado autor llama un pensamiento ecologizante.
Y más que de un pensamiento se trataría de un acercamiento a la realidad con todo nuestro ser, donde teoría y praxis se funden, la única manera de acceder a ese entramado, a ese proceso o camino (el tao) en el que todos nos vemos envueltos (Jullien, 2001).

Siempre es de admirar la modestia de los grandes sabios que, conociendo el carácter estadístico y provisional de sus leyes, nunca pretenden tener la última palabra. Habrá que volver de vez en cuando a la famosa interpelación del fisiólogo Emil du Bois-Reymond a sus colegas de la Academia de las Ciencias de Berlín: “ignoramus et ignorabimus”, dando por sentada nuestra radical incapacidad para dar respuesta satisfactoria a una serie de problemas; él menciona sobre todo: la naturaleza última de la materia y la fuerza, el origen del movimiento y el del conocimiento...  O si se prefiere a aquella no menos significativa interpelación con que concluye Max Weber su Ética protestante: “Especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón: estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente” (Weber, 1999).

Nada se ha opuesto más a la comprensión de la naturaleza que la falsa suposición de que ya estaba comprendida (Sabuco, 1953).


3. EN EL TEJIDO DE RELACIONES QUE NOS CONFORMAN, SIN RENEGAR LO MÁS MÍNIMO DE NINGUNA DE ELLAS.

Es domingo en Trinidad. Vengo a desayunar a un bar de la plaza. Está abierta de par en par la puerta de la iglesia. La voz imponente del cura desde su megafonía a todo volumen sentencia sobre lo que está bien  y lo que está mal. El público en silencio aguanta el chaparrón y por supuesto nadie responde a sus encendidos ataques contra los aires pestilentes de secularización que se extienden por el país.
Sigo mi camino y pienso: Hasta dónde puede llegar un mundo de palabras desconectadas de la vida, dónde se ha quedado esta gente, qué tipo de personas están incubando con este discurso unidireccional, a quién beneficia esta sumisión, esta dependencia; ningún cauce de auténtica comunicación simétrica, ninguna oportunidad de participación, ningún camino de emancipación, más bien un bálsamo para mantener una convivencia que chirría. La verdad que de esto encontramos por todas partes y en los más diversos ámbitos pero choca más aquí por las diferencias sociales tan descaradas. Estos gurús se han desviado tanto de lo más genuino de la relación humana con su insistente negación del mundo de los sentimientos simétricos hombre-mujer, con su endurecimiento de unas cuantas metáforas trasnochadas relativas a las relaciones entre los seres humanos y con la naturaleza, que se han vuelto incapaces de interpretar lo que realmente siente un hombre de hoy, su sentido de igualdad, su afán de autonomía al mismo tiempo que de pertenencia a sus respectivos entornos naturales, sociales, culturales y políticos, sin más restricciones que las que el propio grupo se impone para convivir.
Atrapados en el hechizo del lenguaje hemos ido tan lejos que hemos olvidado ese otro lenguaje elemental que hablan nuestro cuerpo y nuestro entorno. Qué verdad aquello de que todo concepto es la ruina de una metáfora;  sí, es necesario economizar y resumir experiencias mediante símiles, metáforas y conceptos, pero no podemos perder nunca de vista el carácter metafórico y provisional de nuestro lenguaje.  Nada puede darse por incuestionable y menos cuando nos lo transmiten papanatas que hablan de lo que no saben con tanto más aplomo cuanto menos lo han sentido y vivido.
Hemos olvidado, como muy bien nos dice Musil (2008) , que en todo cerebro, al lado del  pensamiento lógico, con su simple y estricto sentido ordenador, reflejo de las relaciones exteriores, se impone también un pensamiento afectivo, cuya lógica, si es que se puede definir como tal, corresponde a las propiedades de los sentimientos, pasiones y estados de ánimo, de suerte que las leyes de ambos pensamientos se interrelacionan más o menos como ocurre con las leyes que rigen en un almacén de maderas (donde los troncos están cortados en forma rectangular y amontonados para su traslado) y las leyes oscuramente intrincadas del bosque, con sus rumores y fuerza. Son formas de pensar que se mezclan, que dan lugar a dos mundos que a menudo se enfrentan.

Son muchas las voces que nos alertan de las trampas que nos tiende el abuso del lenguaje. Pero a su vez todo ello viene a confirmar el poder extraordinario de esa fuerza misteriosa que hay detrás de las palabras.  “Las palabras son puentes pero también son trampas” nos previene sabiamente  Octavio Paz. Con todas sus limitaciones esos vehículos de la razón y el pensamiento están ahí marcando mal que nos pese nuestras vidas y de paso todo lo que se mueve a nuestro alrededor. ¿Una fuerza olvidada?

Amazonas
Así se expresa, con toda frescura,  el pensador boliviano Guillermo Francovich (1974)  a propósito de nuestras construcciones lógicas y su relación con nuestras organizaciones sociales y políticas. “Originariamente – nos dice – las cosas se presentan al pensamiento formando una masa confusa, ligadas las unas a las otras. Observadas en un estado de indivisión y plasticidad, las cosas no presentan diferencias radicales. Las categorías lógicas sólo surgen cuando aparecen las jerarquías sociales. Observándose a sí mismos individuos en grupos es que los hombres imaginan agrupaciones para las cosas”. Y cita ejemplos de culturas que analizan la realidad circundante dividida en dos, tres o siete aspectos diferentes según los grupos en que ellos se organizan; o bien clasifican las cosas en grupos decrecientes, como Aristóteles, a imagen de las jerarquías que se dan en las sociedades más organizadas.  E insiste: las organizaciones políticas son la base de nuestros modelos de pensamiento sobre el mundo en general. Así los regímenes absolutos dan lugar al pensamiento dogmático y pesimistas respecto al futuro, como los democráticos dan lugar a un pensamiento crítico y optimistas ante el futuro. Y “las complicaciones políticas creadas por el rápido aumento de población en el mundo durante el siglo pasado, se manifiestan en las teorías de Malthus y Darwin que hacen resaltar la trágica lucha por la existencia a que están sometidos los seres vivos, así como la  dialéctica... de Hegel y  Marx que elevan esa lucha al plano de lo universal...”

Sin entrar más en detalles del uso que harán después de las teorías de Darwin,   hay que recordar que Marx en su Correspondencia con Engels, y refiriéndose a El origen de las especies, comenta: Darwin “reconoce en los animales y las plantas su propia sociedad inglesa, con su división del trabajo, su competencia, sus aperturas de nuevos mercados, sus invenciones y su maltusiana lucha por la vida.”  Y advierte: no hay que confundir la historia natural del hombre y su historia social (Tort, 2004).

Bertrand Russell (1989) abunda en el tema con su mordaz ironía:  Nuestra forma de ver a los animales tiene mucho que ver con las respectivas idiosincrasias y experiencias; cuando son observados por alemanes, explica, se comportan concienzuda y ponderadamente (mona de Köhler), pero cuando son norteamericanos lo hacen alocadamente, por tanteos (rata de Skinner).

Y Sloterdijk (2000) remata haciendo alusión a El nacimiento de la tragedia de Nietzsche: “Desde arriba y desde abajo, desde lo numinoso y desde lo animal, irrumpían fuerzas impersonales bajo la forma consagrada de la personalidad, haciendo de ésta el terreno de juego de bruscas y sombrías energías y el cuerpo sonoro de fuerzas universales anónimas. Mientras que, en la historia de la cultura burguesa, el entusiasmo por Grecia siempre había funcionado como un componente esencial del individualismo..., ahora surgía de aquí... la más inquietante subversión de la creencia moderna en la  autonomía del sujeto.”
Y argumenta: Cuando pierden fuerza las ideas acudimos a la energía. Pero hay una termodinámica de la ilusión: “un principio de conservación de la energía creadora de ilusiones”: Aunque caigan unos ídolos no decae nuestra fuerza por crearlos nuevos; la mentira es existencialmente irremediable, no es más que la necesidad de huir del dolor primordial que surge de la individuación, es lo que nos mantiene a una distancia protectora frente a lo insoportable. Esto donde se ve más claro es en el arte: crea sus velos para protegernos de la verdad; es la mentira feliz, como la filosofía es el arte de lo soportable  (82 - 88).
Ya Erasmo había dicho aquello de Nuestras verdades son las mentiras que necesitamos para vivir.
La ecología del dolor – continúa Sloterdijk -  ha ido equilibrando sus tensiones a través de tres revoluciones: la proletaria, la feminista, y la liberación de lo inconsciente. (Siempre movimientos emergentes de las fuerzas corporales excluidas.)
Las psicologías profundas son las únicas capaces de afrontar la ecología del sufrimiento, la racionalidad de las descargas y construcción de las realidades soportables. Supone la memoria viva que ha atesorado tras de sí la historia  de las heridas civilizatorias y las petrificaciones y oscuridades acumuladas  como blindaje actual.
Pero ni los procesos de producción ni ideologías del compromiso pueden llegar al fondo de la cuestión, hay algo que ocurre más allá de las subjetividades en acción: el amor apasionado, los recuerdos espontáneos, la comprensión eventual, los resultados o fracasos... Sólo cuando el sujeto se aparta a un lado para que su historia, su drama, pueda contarse se da un verdadero psicoanálisis. Se trata de cambiar el hacer racional por el dejar acontecer racional (174-8).

Salta a la vista que hemos dejado de hablar de experiencias del mundo exterior y nos hemos centrado en el mundo de la conciencia, que nos aproximamos a los fenómenos no tanto tratando de contabilizar sus comportamientos como de precisar lo que ocurre en nosotros cuando pensamos ese mundo, cuando nos lo representamos. Y es que el pensamiento es, al decir de Ortega (1972), un punto donde se tocan dos orbes de consistencia antagónica. Pues ocurre que  con un pensamiento nuestro, realidad transitoria, fugaz, de un mundo fugacísimo, entramos en posesión de algo permanente y sobretemporal.  O con otras palabras: Sea cual sea nuestro deseo de poseer una visión unificada de la naturaleza, no cesamos de tropezar con la dualidad del papel de la vida inteligente en el universo... (Weinberg).

Como la posibilidad de las moléculas o la posibilidad de la conciencia, la posibilidad de la racionalidad podría ser un rasgo fundamental del orden natural; es una exigencia para la comprensión del mundo en que estemos incluidos nosotros. Los seres humanos nos movemos por creencias y para decidir sobre éstas necesitamos la razón que nos sitúa desde una perspectiva que se pretende válida para todos en todo lugar y todo momento, o sea, universal. Hay un orden de razones al que sometemos nuestras valoraciones y nuestra  forma de actuar (Nagel, 2000).
La fuerza de la razón hay quien la ve como “un regalo inestimable de la amiga evolución” (Sánchez Ron, 2010).   A este respecto resulta interesante el razonamiento de Tort (2004)  con su teoría del efecto reversivo de la evolución. Según la ley dialéctica de la negación de la negación, llega un momento que la selección natural se niega a sí misma y se transforma en selección cultural tras la aparición de los instintos grupales. Esta conquista evolutiva por fin nos permite tomar en nuestras manos el rumbo de nuestra civilización, «la selección natural, por la vía de los instintos sociales, selecciona la civilización, que se opone a la selección natural».
  La afirmación “todo es fruto de la evolución”, semejante a “todo es subjetivo”, se autocontradicen, pues se colocan más allá de lo que afirman. Cierran todo horizonte.
No vendrá mal recordar lo dicho más arriba sobre esta suposición de que todo está ya comprendido.

Si se me permite, hay en lo que llevamos dicho un denominador común que podemos constatar en ciertas experiencias cuando ahondamos en nuestras percepciones del mundo que nos rodea: convergen en nosotros los más diversos juegos de fuerzas que van y vienen ajustando continuamente nuestra visión del mundo; tanto las que irrumpen desde el campo de la biología con su rico almacén  de información como las que provienen de la experiencia colectiva acumulada en ese trasmundo en que se vinculan sentimientos y representaciones  mentales, ese mundo que llamamos la cultura. Hay un continuo ir y venir de lo percibido a lo pensado y de lo pensado a lo que está por percibir. Aunque no lo parezca, también a percibir se aprende, ese cúmulo de representaciones que hemos heredado con nuestra cultura marcan nuestra forma de percibir infinitamente más de lo que nuestra experiencia corriente modifica nuestra cultura.

Con esto sólo queremos desbrozar seguridades, romper barreras, abrir horizontes, despejar el camino que dirían los taoístas:
- Una simple llamada a la contención: “La ‘verdad científica’, al decir de Ortega (1972), es una verdad exacta, pero incompleta y penúltima, que se integra forzosamente en otra especie de verdad, última y completa, aunque inexacta, a la cual no habría inconveniente en llamar ‘mito’. La ‘verdad científica’ flota, pues, en mitología, y la ciencia misma, como totalidad, es un mito, el admirable mito europeo”.
- Y, a un tiempo, una llamada a la ambición: “El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir, nos dice Einstein (2005). Es la sensación fundamental, la cuna del arte y de la ciencia verdaderos. Quien no la conoce, quien no puede asombrarse ni maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido. Esta experiencia de lo misterioso  - aunque mezclada de temor - ha generado también la religión. Pero la verdadera religiosidad es saber de esa Existencia impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más resplandeciente sólo asequibles en su forma más elemental para el intelecto.”
Se trata de admitir los diferentes niveles de realidad, regidos por diferentes lógicas, lo que Edgar Morin llama una actitud transdisciplinaria, lejos de los peligros de las visiones simplificadoras.

Mª Zambrano (Durán, 2006),  nos pone en guardia frente a esa visión del mundo que simplifica la naturaleza, deja de lado sus aspectos cambiantes e imprevisibles y reduce la realidad a las ideas, a las definiciones, a los números como había dicho Pitágoras. Siempre ha sido muy del español, nos dice, mirar con sospechas esa pretendida claridad de la razón, como si entreviera que lo mejor se queda fuera.
 Xunzi lo expresa así: “El peor vicio del pensamiento no es la falsedad sino la parcialidad; las desgracias de los hombres provienen de que un aspecto parcial les ciega la mente y dejan en la sombra el conjunto. Y no es que se equivoquen sino que se dejan obnubilar por el apego a lo que han acumulado lo que les impide escuchar lo que no les da la razón.” (Jullien 2001).

Cuando nos adentramos en el conocimiento del mundo no basta la fría razón ni el recurso a unos conocimientos enlatados, con esquemas trasnochados, nos dice Pedrinaci (2008). Tal vez ahí radique ese rechazo a la ciencia que observamos hoy, no sólo en nuestros bachilleres, sino en gran parte de la población. Y concluye: Hará falta “una ciencia ‘más viva’, menos ‘enlatada’ que muestre sus bases pero también sus incertidumbres”.  
Y podríamos añadir, una apertura a otras disciplinas, a las ciencias humanas, al arte, la literatura, la poesía y la experiencia interior.

Es de acercarse a la realidad con todo nuestro ser de lo que se trata, uniendo teoría y praxis, jugando tanto con nuestra inteligencia como con nuestras emociones, o si se quiere,  teniendo en cuenta esas inteligencias múltiples de que nos habla Edgar Morin.

En la contemplación estética, como en el amor y en el conocimiento recobramos momentáneamente la unidad de nuestro ser, liberándonos de nuestra propia individualidad (Coomaraswamy, 1996).

Retornar a los orígenes, asumir esos pálpitos que van marcando nuestros ritmos, esa savia vital que atraviesa y estructura nuestra maquinaria cromosómica y que, en gran parte, marca sentido a nuestra existencia, entrar plenamente al juego de la vida, vivir lúcidamente en su armonía, su música, en el tejido de relaciones que nos conforman, sin renegar lo más mínimo de ninguna de ellas.
Esos lúcidos núcleos de existencia  que somos en que porciones de materia se vuelven transparentes a sí mismas gozan sí de un cierto protagonismo y autonomía en el rico entramado de redes que su mente percibe, pero habrán de retornar una y otra vez a sus orígenes si quieren no perderse en torpes mutilaciones.
Iquitos
 
Tal vez esa sea la otra lección de la selva.
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BIBLIOGRAFIA

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       Imágenes: Parque Amborós, Victoria regia, Selva amazónica, Rio amazonas, Iquitos.

[1] (*) Catedrático emérito de Filosofía en IES. E-mail: andurangm@gmail.com