CUENTOS DE FILOFICCIÓN
3. APROXIMACIÓN
“El
manso soliloquio de algún río” (Octavio Paz)
Cuadro lº
El
antropoide miró frente a frente a su rival, pero le fue devuelta la misma fiera
mirada. Ambos son fuertes e ignoran las restricciones, ambos habituados a la
autoafirmación, ninguno dará marcha atrás en su camino. Mayor riesgo es volver
la espalda que afrontar cara a cara el
peligro. La lucha es inevitable, una lucha a muerte, son dos poderíos incompatibles,
o el uno o el otro, no hay término medio. Hay una misma consideración rondando
sus turbias cabezas: reducir al extraño, cambiar al sujeto enfrentado en un
simple objeto de apropiación, de consumición si es posible.
Se
entabla la lucha. Se traban los cuerpos, se agolpa la sangre en fibras y
nervios. Hay adrenalina y testosterona
golpeando el pulso a ritmo de vértigo. Se encogen los testículos y arrastran a
toda la masa como torbellino en terrible embestida. La fuerza que duerme mecida
blandamente en los centros de la vida, presa de sobresalto, súbitamente se
concentra para estallar en un despliegue de garras y colmillos enfurecidos...
Teñido
está de rojo el sol de la tarde. Tendido en el campo hay un cuerpo inerte y a
su lado un animal maltrecho, pero vivo. Ya no tiene rival, ha experimentado de
cerca el sabor de la muerte, pero vive.
Nuevos
atardeceres y nuevas auroras, la vida en la selva sigue y el sobreviviente se
ha adaptado a su ley: comer y no ser comido. Aquel amanecer camina semierguido y
desafiante. Pero he aquí que un nuevo antropoide se cruza en su camino; también
como él es un sobreviviente con su experiencia de muerte a la espalda.
De
nuevo la lucha y también a muerte. Está en juego quién ha de imponer sus
reales. Pero ante el peligro de la
lucha, uno de ellos, invadido por el temor a la muerte, implora con gestos
sumisos clemencia. El vencedor descubre en aquellos ojos suplicantes un
reconocimiento del propio poder y valía hasta entonces desconocido. Por un
instante toma conciencia de todo lo que esto significa y decide mantener más
largamente aquel reconocimiento: le
concede la vida y lo encadena al servicio de su manada.
Un
dueño viviendo para sí y un esclavo viviendo para otro, la primera sociedad, el
primer modelo de convivencia humana. Un altanero antes muerto que esclavo que
vive de la sumisión del que prefirió la esclavitud antes que la muerte. Es la
guerra la madre de todas las cosas, a unos los hace señores y a otros esclavos,
a unos dioses y a otros mortales, sentenció el sabio griego.
Ha
empezado la historia con sus juegos, sus vueltas y su continua inversión de
papeles. La renuncia da dominio de sí y el trabajo lo da de la tierra, y todo
dominio es poder. Sin dominio de sí, sin trabajo, mayor dependencia. Y vuelta a
la tortilla: dueños que acaban en esclavos y esclavos que se hacen dueños, sin
el menor mutuo acercamiento.
Pero
todo eso vendrá después, sigamos ahora a la manada.
Cuadro
2º
La
calina de la tarde desgranaba bochorno a mansalva sobre el roquedal en que estaba
enclavada la gruta. Al antropoide señor, tras saciar su hambre con los higos
recolectados por el antropoide esclavo, se le habían despertado nuevos apetitos. Aliviada el hambre sin la
menor fatiga, comenzó a plantearse cómo aliviar el bochorno de la tarde.
Pasó
un rato sesteando, luego se adentró, todavía somnoliento, en la espesura hasta llegar a un claro en el que el recodo
del río descansaba blandamente en su lecho de arena.
La
modorra del macho se vio de pronto sacudida ante el inesperado espectáculo de
una joven antropoide que entre retozos y chapoteos se lavaba de forma un tanto
exhibicionista sus atributos.
El
antropoide señor fue presa de una emoción extraña y comenzó a percibir cómo
algunas partes de su cuerpo cobraban una especial turgescencia.
No
sabiendo qué hacer se acercó al agua, olfateó en la corriente los aromas del
sobaco de la mona y levantó la cabeza al tiempo que desplegaba los labios con
muestras inequívocas de satisfacción.
La
joven antropoide, que parecía no querer ponérselo fácil, huyó río arriba, por
lo que el macho tuvo que entregarse a la fatiga de la persecución.
Del
río saltó a un árbol, del árbol a una roca, de la roca al terraplén de la
margen del río. Aunque gordo y pesado conservaba una cierta agilidad de sus
hábitos de lucha y no le fue difícil seguir los hábiles movimientos de la
esquiva hembrita. Mas sus sueños comenzaron a esfumarse cuando vio cómo se
encaramaba por un peligroso tajo en una garganta del río. Aquello era demasiado
para su fornido cuerpo; en cambio parecía cosa de coser y cantar para los
miembros esbeltos de la joven. Pero, de pronto, un salto, un traspié y he aquí
que ésta cae rodando de la altura rompiéndose una pata.
Sin
saber muy bien lo que hacía, el antropoide señor cargó con ella y se la llevó a
la cueva.
Allí
va a tener lugar una nueva lucha, pero de un carácter muy distinto. Son dos
contrincantes que se miran frente a frente desde el abismo que separa los
sexos, como imágenes invertidas, desde polos opuestos. Aquí todo se invierte y
se complica: conquistar es perderse, la victoria es renuncia, el amante ha de
ganarse la voluntad del amado, sólo me afirmo si el otro me afirma y el otro me
afirma sólo si me entrego, reconocimiento mutuo del mutuo valor, movimientos
recíprocos de posesión y de entrega. Ningún deseo de destrucción sino más bien
lo contrario. Hay un vago barrunto de estar poseídos por un mismo querer que se
desdobla y se junta de nuevo.
A
pesar de todo sigue habiendo una lucha sin cuartel. Un nuevo fundirse de
cuerpos, golpes de sangre y oleadas de testosterona y progesterona. Hay un cuerpo a cuerpo, una
rendición y una entrega. Vida y muerte se alternan en la exaltación y deflación
del orgasmo.
Y
hay también una condena al trabajo, en principio de la hembra que, visitada por
la vida, lleva en su cuerpo el producto del encuentro. La lucha amorosa pone en
el mundo un nuevo ser en el que ambos se reconocen y en torno al cual comienzan
a girar. Es el nuevo tipo de relación que hace posibles los acercamientos.
Nuestros
antropoides han caído en la astuta trampa que les ha tendido la vida; el macho
quiso llevarse su conquista a la cueva para el propio disfrute y la hembra vio
que aquello era bueno, pero sin darse cuenta habían fundado la familia.
Quedaban para siempre condenados a pensar para tres, para cuatro... o para los
que dios mandase. ¡Astucias de la razón!, dirá Hegel.
Cuadro
3º
La
joven antropoide estaba sentada a la puerta de su cueva tratando de comerse
unas nueces que le había traído su compañero. La dentadura, debilitada por la
pérdida de calcio en los partos, hacía poco menos que imposible la labor. Miró
por el rabillo del ojo a la inquilina de la cueva vecina y observó que las
machacaba con una piedra y se las comía tan ricamente. Repitió con aproximación
aquel comportamiento obteniendo idéntico resultado. Desde entonces se pasaba
todo el día espiando a su vecina e imaginándose a sí misma en las diversas
tareas. Y no paraba de cavilar hasta mejorar el procedimiento, o al menos eso
era lo que ella creía.
Había
empezado la reflexión en el mundo, había empezado la simpatía, era el primer atisbo de cultura. Desde
entonces esa rama rebelde de los seres vivos que en vez de adaptarse al medio
adapta éste a sus conveniencias comenzó a representarse a sí misma, a mirarse
en sus representaciones y corregir sus torpezas emprendiendo un claro camino de
superación y elegancia. Desde entonces hasta hoy hemos aprendido a mirarnos en
los otros y, así, a ir corrigiendo nuestros propios errores; no se sabe muy
bien hacia dónde, pero progresamos.
Y
la cosa no quedó ahí; las vecinas curiosas poco a poco se fueron aproximando e
intercambiando sus piedras, sus cuencos de coco, sus palos... Al principio los
pedían señalando y emitiendo un ligero gruñido, más largo o más corto según la
urgencia o la importancia del objeto. Luego los sonidos fueron más precisos y
diferenciados, cobrando diversos matices conforme designaban más cosas. E
hicieron tales progresos en su arte que al cabo de poco tiempo se tiraban de
cháchara las horas muertas.
Los
maridos, que apenas sabían emitir unos cuantos
sonidos guturales, se quedaban embobados viendo la destreza de las
hembras en aquel parloteo y, aunque torpemente, aprendieron el nuevo arte.
El
salto hasta el hombre ya era cosa hecha: ya tenían el repliegue de la
reflexión, ese verse a sí mismo que se enrosca hacia dentro y nos hace saber
que sabemos, pensar que pensamos y llegar al corazón mismo de las cosas; habían
comenzado a usar utensilios, a plegar la naturaleza a sus fines en lugar de
adaptarse a sus exigencias; y, sobre todo, habían inventado la más potente
herramienta, la más completa, la de mayores prestaciones y la más
revolucionaria, la que no podía ignorar ningún antropoidito que quisiera hacer
carrera en el futuro, habían inventado la palabra.
Roto
el aislamiento, habían iniciado un nuevo camino de sintonía y aproximación.
(Esto fue sólo el comienzo. Pero ¿qué vino después? Lo iremos sabiendo).
(Esto fue sólo el comienzo. Pero ¿qué vino después? Lo iremos sabiendo).
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