CUENTOS DE FILOFICCIÓN (Continuación)
Cuadro
4º
Corrían
por entonces los años de la primera glaciación; la comida escaseaba y el fuego
estaba todavía por inventar. Hubo que emigrar al sur. El antropoide señor reunió
su familia y pertenencias, incluidos los esclavos, y organizó su horda
poniéndose en camino hacia tierras propicias.
Y
buscando, buscando, fueron a instalarse en la desembocadura de un río, en una
zona de veraneo de la costa mediterránea.
Ya
en un país cálido, de secos y tormentosos veranos, nuestros antropoides
disfrutaron, no sin cierto terror, del espectáculo más alucinante hasta
entonces visto: un bosque en llamas.
Aquellas
lenguas poderosas que avanzaban como haces de serpientes enfurecidas devorando
a su paso la maraña impenetrable como si se tratara de los tiernos pastos que
come el cervatillo en la pradera, aquel torrente de aves famélicas cuyos
voraces deseos una vez satisfechos rebrotaban con más fuerza sin que nada les
pudiera saciar, en fin, aquel aliento destructor, aquella fuerza implacable,
aquella voluntad irresistible doblegando cuanto se interponía a su paso, dejó a
todos estupefactos, pero más que a nadie al poderoso macho que ejercía el
dominio absoluto sobre la mísera manada.
La
mañana había amanecido serena tras la lluvia torrencial de la tormenta. Por el
campo de cenizas deambulaba curioso un grupo de inquietos jóvenes de la horda.
Recién salidos del islote del río en que se habían refugiado durante el
incendio, llamó su atención el tocón de un árbol todavía humeante a pesar de la
copiosa agua caída. Uno, un tanto
imaginativo, se cogió el apéndice inguinal y quiso comprobar su poderío sobre
aquella fuerza destructora.
Entusiasmados por el resultado, se le unieron los demás formando un
divertido coro de pirómanos bomberos. Estaban en plena faena cuando de pronto
el chorro se les heló en su conducto. Había aparecido el macho jefe rodeado de
sus hembras y la emprendió a zarpazos con las mangueras de los incautos
mozalbetes.
De
inmediato dio órdenes a su harén de alimentar aquel rescoldo con nuevas ramas.
Y desde entonces prohibió terminantemente mear en el fuego; y, para más asegurarse, puso a las hembras
encargadas de velar por su conservación, por aquello de su anatomía menos
propensa a ese tipo de cosas.
Aquello
fue un paso decisivo para la hegemonía de la especie.
Una
vez domesticado aquel extraño elemento, se le pudo introducir en la cueva dando
al señor del fuego y a su horda un prestigio indiscutido entre las hordas
vecinas.
Habían
logrado: luz en la oscuridad de la noche o de la cueva, calor en los crudos
inviernos, un medio para endurecer palos, moldear astas de animales, curar
heridas, facilitar la manipulación y conservación de las piezas cazadas y para
un sin fin de artes que fueron surgiendo a su amparo.
Cuadro
5º
Si
antes el macho jefe resultaba insoportable con el monopolio de las hembras,
ahora, con el monopolio del fuego, se
volvió tirano y desconfiado como todo el que concentra excesivo poder. Además de los usos mencionados descubrió que
el fuego era un excelente instrumento de tortura para obtener información o
doblegar voluntades.
Pero la fuerza mucho tiempo contenida acaba
rompiendo sus trabas. Hubo uno que le robó el fuego y se lo llevó a una cueva al
otro lado de la montaña creando un nido de conspiración junto con los hermanos más rebeldes.
El
patriarca, que como todos los tiranos tenía su servicio de información
debidamente organizado, logró echar el guante al autor del robo y - según cuenta la tradición - lo encadenó a una roca pero no logró, ni
siquiera poniéndole brasas en las entrañas,
arrancarle el secreto de los conjurados.
En
el harén se respiraba tirantez entre las hembras divididas. No era la primera
vez que esto sucedía, pero ahora se trataba de la mona del río, la primera en
la jerarquía, ella acaudillaba la revuelta. Una cuestión de amor propio. Su
hijo primogénito era el encadenado. Había propuesto a todas sus compañeras
cerrarse de patas hasta que el jefe no cesara en sus torturas.
Si
el temor al macho era grande, la influencia que podía ejercer la primera hembra
no había de ser menos temida. El enfado de aquél podía acarrear un fuerte zarpazo o temible
mordisco, pero el rencor de ésta traía
secuelas más persistentes y refinadas.
Aquella noche, al retorno del jefe a la
caverna, todas miraron a la primera dama que parecía devorar al conjunto con su
amenazante mirada. Aquél fue tanteando una por una sin hallar a ninguna
dispuesta. Por fin hociqueó suavemente los senos de la primera hembra que, un
tanto condescendiente pero sin perder la compostura, le reprochó que ignorara
lo que había pasado. Pensando que se trataba del que estaba sufriendo el
castigo, éste se enfurruñó. Pero la otra, con el alto grado de disimulo que le
daba a su género el hábil manejo de la lengua, le hizo saber que la pesadumbre
de todo el harén se debía a que una mona joven en edad núbil se había
extraviado en la selva mientras recolectaban plátanos y no había vuelto con la
manada. Qué sería de ella abandonada al
arbitrio de jóvenes incontinentes o machos de otras manadas...
Aquello
era otro cantar. Le habían tocado en su pundonor, su orgullo de macho. Y ante
aquellas hoscas miradas que parecían reprocharle al unísono su cobardía, no
pudo menos que echarse a la calle asumiendo sus ineludibles responsabilidades.
Salió
a regañadientes del calor de la gruta y se adentró confiado en las sombras de
la húmeda noche bajo los cómplices guiños de un enjambre de estrellas. Ausente
la luna, en calma los vientos, podía cortarse el espeso silencio de la selva.
Ni el silbido distante del búho, ni el croar de las ranas o el chirrido
prolongado del alacrán cebollero podían perturbar el sopor que pesaba sobre la
multiforme vida del bosque. Subió a un promontorio, paróse, olfateó las
corrientes de aire, aguzó en distintas direcciones el oído... Finalmente cogió
onda. Unos quejidos lejanos y su buen olfato le llevaron derecho al lugar. En
efecto, allí estaban. Un par de jóvenes componentes de la horda se divertían
con la joven, que no parecía demasiado apurada. Ante aquella depravación de la
juventud el gran macho dio un potente rugido y se lanzó contra los incautos
dispuesto a darles su merecido. Pero éstos se replegaron estratégicamente hacia
una quebrada haciendo caer al gorilón en la encerrona tramada por la hermandad
de conjurados. Allí le aguardaba su implacable destino.
Aquel
amanecer iluminó con una luz nueva la selva. Habían pasado cosas terribles. Las
plantas y los animales y hasta los mismos elementos parecían compartir el
horror general. Jamás se había visto tan execrable crimen.
Recompuestos
los miembros descuartizados del terrorífico progenitor, las hembras lo
colocaron en el fondo de la gruta. De alguna manera había que llenar aquel
inmenso vacío, la orfandad de la horda. No faltó quien hiciera un elogio
fúnebre exaltando las virtudes del muerto. Y hasta quien pidiera venganza por
el crimen horrendo. Tampoco faltaron las lágrimas en el harén. Ya nada sería
como antes.
Condenados
a la penosa tarea de pensar con la propia cabeza, condenados a las
discrepancias, sin las seguridades, sin la uniformidad que da un jefe
indiscutido y llenos de remordimientos,
no tuvieron más remedio que ampararse en una nueva comunidad fraternal.
Aquel
animal extraño que había aprendido a mirarse en sus semejantes fue poco a poco
afrontando colectivamente sus necesidades, incluso tomando acuerdos conjuntos,
pactando. Unidos moldeaban el medio haciéndolo habitable para todos.
Cuadro
6º
Pero
como se habían comido los hígados de su víctima para apropiarse de su fuerza,
por ahí se les metió el padre en la sangre y con éste sus mandatos: No mear el
fuego, no poseer las hembras de la propia familia, no matar más al padre - éste
se habría reencarnado en un gran bisonte de una manada aparecida por la zona -
y, en fin, seguir ofreciéndole parte del botín de la caza o de la recolección.
Cada
cierto tiempo, para no olvidarse, recordaban aquella muerte sacrificando algún
animal. La vista de la sangre aviva el recuerdo. Eran ciervos o potros
salvajes, bisontes o cerdos... Algunos, heterodoxos, introdujeron el pescado, - "el día del
pescaito". Los más refinados
sustituyeron las víctimas por una copita de vino y algún que otro manjar.
Todos
tenían en común que en vez de comerse los hígados del padre se comían el
sacrificio.
Lo
importante era recordar la muerte del padre y lo que ésta había traído consigo:
Todos estaban manchados con un delito execrable, todos llevaban la marca de la
culpa, nadie podría proclamarse inocente sobre los demás; pero aquella feliz
culpa les había liberado del tirano y había instaurado la comunidad fraternal.
Las hembras ahora, además de guardar el fuego
del hogar, se ocuparon de guardar el culto al antepasado. Como el cuerpo pronto
se descompuso, representaron al padre por un gran bisonte para que siguiera
presidiendo las reuniones en la cueva. Las artes plásticas al servicio de fines
devotos.
Y
el 7º descansó
Cuentan
los antiguos que fue un tal Tubal el inventor de la danza y la canción.
Luego
vinieron las otras artes y todo ese mundo de representaciones y encantamientos
que permiten a los hombres encontrarse por la otra cara de la realidad.
Pero
no siempre son caminos de aproximación y de encuentro.
Lameck
hizo un canto a la espada y la sangre y Marduk inventó la astucia de la red.
Los
hijos de Lameck fueron famosos por su fuerza y su violencia. Ya sabéis, esa
clase de gente que hay que cogerles las vueltas para no tener que encontrarlos
de frente.
Las
hijas de Marduk atraparon en sus redes dulcemente a los hijos de Tubal. Y hubo
cantos y encantos, redes y enredos y un sin fin de palabrerías con las que
envolvían a unos y otros.
Como
podéis imaginar, nada de esto hacía la menor gracia a los Señores de la Espada,
por lo que andaban en continuas guerras y trifulcas.
Y
sucedió que, cansados de tanta pelea, decidieron solucionar sus diferencias
enfrentándose uno de cada bando provistos con sus armas respectivas.
Hay
diversas versiones sobre aquella legendaria contienda. Hay quien dice que el
hijo de Marduk toreó por naturales al feroz armado hasta dejarlo en suerte y
rematarlo con su propia daga. Pero esta versión parece poco verosímil.
Según
un acreditado ladrillo asirio que no obra en mi poder las cosas habrían
sucedido como sigue. Los de Marduk habrían sembrado el campo de batalla de
redes, con el consiguiente cabreo de los de Lameck, que, naturalmente, montaron
la bronca. Los de Tubal, queriéndolo arreglar, se habrían puesto a hacer
encantamientos, pero sin calcular, con las prisas, los poderes de sus ensalmos.
La
precipitación, las irritaciones y toda una serie de torpezas, complicaron la
cosa. Los mardukeos habían sembrado las redes a butroque, sin la menor
consideración; los lameckinos, vista la trampa, se habían lanzado en tromba
sobre sus arteros enemigos; mientras sonaba imparable la flauta mágica de
Tubal.
Al
son de la música se animaron las redes como serpientes encantadas irrumpiendo
en frenética danza; crecían contoneándose y se erguían retorciéndose en volutas
encrespadas como un mar fragoroso de telas de araña. Los tajos de las espadas
sólo lograban multiplicarlas y hacer que se
reprodujeran más y más como plantas parásitas. Y de tal manera crecieron
y tal fue su ímpetu arrollador que envolvieron a guerreros y a encantadores y
hasta a los propios artífices.
Y
quedaron todos atrapados como pez en las mallas; sus cabezas de un lado y sus
manos de otro, habían perdido toda posibilidad de coordinación.
Las
cabezas veían un mundo de sólo cabezas, sin poder ver las manos y todo lo
demás. Las manos, en su mundo de manos, sólo estaban empeñadas en su ciega
manipulación.
Desde
entonces las manos y el cerebro andan a la greña sin que haya forma de ponerlos
a trabajar juntos a los dos.
Y
así acaba esta historia si un nuevo encanto no lo remedia.
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