LA OTRA LEY DE LA SELVA.
The other law of the
jungle
RESUMEN
Quiere ser una aportación a la visión de las
Ciencias Sistémicas, un acercamiento a la naturaleza con un pensamiento
que no aísla los objetos del conocimiento sino que los repone en su
contexto y los devuelve a la globalidad a que pertenecen. Se parte de unas
experiencias en la selva amazónica y se analizan en claves de la ciencia
actual y de planteamientos filosóficos.
ABSTRACT
This paper aims to
contribute to Systemic Sciences through an approach to nature based
on a system of thought which does not isolate the objects of knowledge; on
the contrary, it places objects back in their context, reinserting
them in the globality to which they belong. The starting point
is the analysis of a set of experiences in the Amazon jungle, in the
prism of present-day science and philosophical ideas.
Palabras
clave: complejidad, contagio emocional, selección
grupal, caos y orden, niveles de realidad.
Keywords:
Complexity, emotional contagion, group selection, chaos and order, levels
of reality
|
Antonio Durán Publicado en
Rev. ALFA
“Homo homini
lupus (“El hombre es un lobo para el hombre”) es un antiguo proverbio
romano que popularizó Thomas Hobbes. Aun cuando su tesis básica impregna buena parte del derecho, la
economía y las ciencias políticas, el proverbio encierra dos grandes errores.
En primer lugar, no hace justicia a los cánidos
que son unos de los animales más gregarios y cooperativos del planeta. Y
lo que es aún peor, el proverbio niega la naturaleza intrínsecamente social de
nuestra propia especie. (De Waal 2007)
La noche en la selva te hace consciente de tus
verdaderas dimensiones, de tu indefensión en esta naturaleza vigorosa y pujante
de donde según parece hemos salido para instalarnos en ese otro mundo mediado
por nuestras herramientas y nuestro lenguaje. Hemos puesto una barrera por
medio para librarnos de su imprevisibilidad y sus amenazas y, como dice Sloterdijk (2002), nos hemos construido nuestra balsa que sortee
sus peligros, su voracidad. Ahora nos queda por hacer organizar la convivencia
en la balsa y gestionar los imprescindibles retornos a la naturaleza que sigue
siendo nuestra fuente de aprovisionamiento y nuestro modelo de reproducción
mientras no se invente otra cosa.
Pero resulta que hemos llegado tan lejos en el
distanciamiento que hemos acabado por creernos de otro mundo y que podemos sin
más prescindir de nuestros orígenes, de esas raíces que nos sustentan, de esos
pálpitos que van marcando nuestros ritmos, de esa savia vital que atraviesa y
estructura nuestra maquinaria cromosómica y que, en gran parte, marca sentido a
nuestra existencia:
- entrar
plenamente al juego de la vida, en el lugar y momento que nos corresponde,
- vivir
lúcidamente en su armonía, conscientes de las reglas de sus juegos,
- en
el tejido de relaciones que nos conforman, sin renegar lo más mínimo de ninguna
de ellas.
- ¿Que con la emergencia de representaciones
simbólicas y de ese peculiar repliegue en que porciones de materia se vuelven
transparentes a sí mismas todo cambia? ¿Que esos lúcidos núcleos de existencia
se vuelven autónomos y protagonistas de un nuevo entramado de redes que nada
tiene que ver con sus orígenes?
- Vamos por pasos.
1. ENTRAR PLENAMENTE AL JUEGO
DE LA VIDA, EN EL LUGAR Y MOMENTO QUE NOS CORRESPONDE.
Todo
el que se embarca voluntario en una experiencia, y más si es de carácter solidario, de alguna manera se
siente disponer de su tiempo en primera persona; como ha dicho alguien, no es remar de espaldas en la dirección que
nos marcan voluntades ajenas. Aquí tus horas te pertenecen y eres dueño de tus
pasos, vas ajustando tu hacer a tu pensar lo que te hace especialmente sensible
al entramado que te rodea.
Los espacios en que se despliegan nuestras vidas van dando fisonomía a
nuestra particular aventura. Uno de los espacios más característicos es la
ciudad, como ámbito en que se desarrolla la mayor parte de nuestra existencia.
“Un espacio que alienta y dinamiza pero que, frecuentemente, angustia, atruena,
deshace a los indefensos ciudadanos” (Lledó 2006).
Pero no
podemos ignorar ese otro espacio en que se va gestando nuestro reloj biológico,
el latir del corazón, el ensamblaje de los genes, los tejidos sinápticos que
van forjando nuestros mapas neuronales, en fin, ese mundo de la naturaleza
tanto más presente cuanto más olvidado.
“Fui a los bosques, nos dice Thoreau (1847), porque quería vivir deliberadamente,
enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que
ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que
no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida; ¡es tan hermoso el
vivir!; tampoco quise practicar la resignación, a no ser que fuera
absolutamente necesaria. Quise vivir profundamente y extraer toda la médula de
la vida, vivir en forma tan dura y espartana como para derrotar todo lo que no
fuera vida, cortar una amplia ringlera al ras del suelo, llevar la vida a un
rincón y reducirla a sus menores elementos, y si fuera mezquina, obtener toda
su genuina mezquindad y dar a conocer su mezquindad al mundo, o si fuera
sublime, saberlo por propia experiencia y poder dar un verdadero resumen de
ello en mi próxima salida. Porque me parece que la mayoría de los hombres se
hallan en una extraña incertidumbre acerca de si la vida es del diablo o de
Dios, y han deducido apresuradamente que la principal finalidad del hombre aquí
es “glorificar a Dios” y gozar de él en la eternidad.”
La dialéctica campo-ciudad ha estado siempre presente
en la historia de la humanidad, desde Babel y Sodoma, hasta las modernas
teorías del buen salvaje y la llamada al retorno a las condiciones originarias
donde ni la propiedad ni el abuso de poder corrompan al hombre.
“¿Para
qué las ciudades? Quizás mi fuente de inspiración estaba en el secreto de los bosques intactos, en la
caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas; en cantar lo que
dice al peñón la onda que se despide, el arrebol a la ciénaga, la estrella a
las inmensidades que guardan el silencio
de Dios. Allí en esos campos soñé quedarme con Alicia, a envejecer entre la
juventud de nuestros hijos, a declinar entre los soles nacientes, a sentir
fatigados nuestros corazones entre la savia vigorosa de los vegetales centenarios, hasta que un
día llorara yo sobre su cadáver o ella sobre el mío.” – pone en boca de su
personaje José Eustasio Rivera (2006).
Pero luego la dureza de la vida salvaje le hace
recapacitar: “En tanto, el recuerdo del mutilado me acompañaba; y con angustia
jamás padecida quise huir del llano bravío donde se respira un calor guerrero y
la muerte cabalga a la grupa de los cuartagos (caballo mediano). Aquel ambiente
de pesadilla me enflaquecía el corazón, y era preciso volver a las tierras
civilizadas, al remanso de la molicie, al ensueño y a la quietud.”
No hay duda que es necesario salir de las cuatro
paredes en que nuestros temores encierran nuestra vida para sentirla en toda su
riqueza, en todo su esplendor, para percibir la rica trama que nos une a todo
el inmenso mundo que nos rodea.
Hay muchas maneras de adentrarse en el mundo y su
grandeza. Ya Parménides había dicho
aquello de que hacía falta un corazón que no tiembla para ir al encuentro de la
redonda verdad, pero sin llegar a tanto uno puede modestamente con un mínimo de
coraje tanto abrirse a otras culturas como escuchar el lenguaje de la
naturaleza tal como suena en la selva.
Nunca estuve ajeno a los ambientes naturales, siempre
fue conmigo el rumor de las recias
encinas extremeñas de mi infancia, el regusto de esos campos y sus diversos
pobladores de tierra, agua y aire, pero nada comparable al impresionante mundo
de Sudamérica que he visitado por tres años sucesivos colaborando con la Asociación
Española para la Enseñanza de las Ciencias de la tierra.
Ya el vuelo trasatlántico es una palpable constatación
de la relatividad espaciotemporal, luego
el recibimiento por los entrañables voluntarios bolivianos y sus instituciones
educativas y el calor humano de los maestros con los que compartimos experiencias
son otras tantas llamadas a la apertura de horizontes, pero aquí solo quiero
fijar mi atención en aquella pujante naturaleza donde todo, desde sus ríos a
sus montes, sus lagos, sus altiplanos, sus salares, sus llanuras y por supuesto
sus selvas, todo resulta desmesurado.
En la contemplación de tanta diversidad de formas, de
tanta exuberancia y derroche por doquier veía Humboldt (1852) una fuente
de goce que no hay palabras para describirla, al tiempo que vislumbraba “la
conexión que existe entre todas las fuerzas de la naturaleza y el sentimiento
íntimo de su mutua dependencia..., la unidad en la diversidad de los fenómenos,
la armonía entre todas las cosas creadas...” Y consideraba el resultado más importante del estudio de
la naturaleza esa comprensión de la unidad y la armonía en medio del inmenso
agregado de cosas y fuerzas, lo que conlleva una auténtica terapia para toda
dolencia interior.
Tengo que centrarme en Bolivia, corazón de Suramérica,
en el multiétnico y multicultural Perú y en la inmensa y variada Argentina. El
hilo conductor, mi interés en conocer estos ambientes a cambio de unos cursos a
profesores sobre Multiculturalidad, Globalización, Tolerancia, Educación en
Valores... En Bolivia me sirve de
plataforma la estupenda iniciativa de los Profesores de Ciencias de la Tierra,
en los otros países diversos contactos con amigos.
Será mi amiga Pili Barquín
quien me anime en mis primeras incursiones. Por supuesto, como bióloga,
no le interesa para nada cualquier cosa que suene a filosofía. Cuando me convenció de adentrarnos con guías
en el Parque Natural de Amborós a pesar de mi reticencia, me dijo que me
alegraría, que aprendería muchas cosas.
-
Eres
mi Diotima, - le digo.
-
¿Que
soy tu idiotina?
-
Nada
de eso, le aclaro, nada de eso tenía la maga que fue maestra de Sócrates.
La primera escala es siempre en Santa Cruz de la
Sierra en Bolivia, de aquí nos dispersamos en pequeños grupos por las diversas
zonas.
En mi última visita parto con mi grupo en un minúsculo
aerotaxi volando a trompicones contra el viento rumbo a Trinidad, capital del Beni, ya en plena selva
de la cuenca amazónica. Aquí, tras los
preparativos de los cursos con las autoridades académicas, hemos visitado los
alrededores y finalmente hemos planificado con una agencia, junto a una pareja
de canadienses, el fin de semana en la selva.
El viaje a la selva era algo que estaba en la mente de
todos nosotros. A todos nos han embobado las más de cuatro horas río arriba por
las mansas corrientes del Ibare, sumergidos en un paisaje imponente donde van
alternando los bambúes, las palmeras motacú, árboles gigantescos como el
ambaibo o el mapajo (algodón silvestre), con los enmarañados bejucos y diversas
variedades de lianas; de vez en cuando un caimán, “lagarto” le dicen, que se
sumerge desde la orilla o sus crías pequeñas que se quedan en la arena tomando
el sol, por no hablar de la variedad de aves, sobre todo garzas, cormoranes,
ibis, andarríos y otras menos conocidas como la carcaña, el serere, el chuví y
diversos tipos de rapaces y otras que se alimentan de peces. Éstos no dejan de
agitar las aguas al paso de nuestra barca saltando por todas partes hasta
quedarse algún que otro presos dentro lo que hace que alguna de nuestras
compañeras se entregue a la piadosa tarea de devolverlos a su líquido
elemento.
Finalmente nos instalamos en una de sus riberas donde
nuestro guía Papacho se ha hecho construir una pascana o barraca abierta con la
ayuda de los nativos de San Bartolomé, único poblado de la zona. Allí, bajo la
protección de la amplia barraca, montamos diferentes tiendas. Una frugal
merienda-cena es la única comida del día antes de entregarnos al descanso.
Las estrellas confundidas con luciérnagas juguetean
entre las copas de los árboles, suena incesante el chirrido de grillos y
cigarras, y dan profundidad al tiempo el acompasado piar de las aves nocturnas,
los chillidos de no se sabe bien qué, si del tapacaré o pato ronco, guardián de
las lagunas, de los monos o de algún otro animal. Los ruidos imprecisos de algo
que remueve la maleza camino del agua ponen la intriga final.
Me resisto a ir a la cama e intento salir al claro del
río, pero el relieve de la pendiente y la oscuridad que no disipa el resplandor
de mi móvil me dan pocas opciones y me quedo en la pascana anotando estas
observaciones a la luz de un rudimentario quinqué de petróleo mientras los
demás duermen.
Tras un largo camino de unos ocho kilómetros a través
de la selva, dejando atrás la aldeíta de San Bartolomé, y atravesando en una
canoa solitaria un río menor, llegamos, la siguiente jornada, a la orilla del
río Mamoré, que más al norte hará frontera de Bolivia con Brasil afluyendo
luego al Amazona. Es impresionante este gran río, aún en estas fechas de
sequía. Una orilla es baja y arenosa, pero la otra está socavada por el recodo
de la corriente, con sus árboles y maleza como recién caídos al agua y sus
altos terraplenes recién desmoronados. Juega en el remanso el bufeo, delfín de
agua dulce, mientras le observan entre otros la garza real, el cormorán o pato-cuervo,
el cuajo, similar al ibis sagrado de los egipcios, y el martín pescador. La
carcaña, astuta ave de rapiña, se machaca los huevos de tortuga que ha
desenterrado de su escondite en la arena. Un enjambre de mariposas amarillas
pone colorido sobre la franja de tierra húmeda marcada por la escoria de la
selva que dejó el río en la crecida.
Retornamos por la misma senda volviendo a usar la
misma canoa que nuestro guía, manejando una larga pértiga, vuelve a dejar en la
orilla en que la encontramos a la ida. Él nos asegura que este mismo camino lo
recorrió el Che Guevara disfrazado de campesino para reunirse con gente amiga
de Trinidad. La verdad que en esta ciudad descuidada, a diferencia de
Vallegrande, el lugar de su caída, se ven pocos vestigios de él.
San Bartolomé no son más que unas cuantas chozas con
sus cercados, sus cochinos y sus gallinas por los alrededores. Abundan pomelos
y toronjas, tamarindos, yuca y algunas plataneras. Llama la atención su
escuelita hecha de mampostería, nos la
muestra el maestro, está recién pintada para la próxima fiesta del
patrón. Los alumnos están barriendo la hojarasca de los espacios circundantes por lo mismo. Luego
está la iglesia presidida por un
espantoso Cristo negro junto al santo patrón encerrado en una especie de
alacena. Aunque con suelo de tierra y paredes de adobes es espaciosa lo que da
a entender que este debe ser el punto de convergencia de varios núcleos
similares. El acceso más natural son los ríos; aunque también hay un canino que
en la época seca lo puede recorrer un todo-terreno y llegar por un puente a
Trinidad. Según el guía, son dueños de su tierra pero ni saben cultivarla ni
explotarla. En nuestro recorrido hemos atravesado algunas zonas cercadas con
ganado, pero estas son de los señores que viven en la ciudad. Los nativos están tan desconectados de todo
que nuestro guía les paga su trabajo en especies: jabón, conservas, ajos, cebollas y todo un pesado saco de
mercancías que les trae en su barca.
Al retorno nos encontramos con nuevos huéspedes en el
campamento: cuatro argentinos que hacen deporte de pesca y tres escocesas se
nos unen. El inglés pasa a ser la lengua oficial entre los canadienses,
escocesas y algunos argentinos. Uno se hace la cuenta que es un gorjeo más de
pájaros que acompaña a la algarabía de loros y parabas y tratas de recuperar la
inmensa tranquilidad que se respira. Pero cuando eres tú el que está fuera del
lenguaje eres tú el que pasas a ser naturaleza. Cosa a la verdad nada grata
cuando te sientes empujado a ello sin lugar a elección, no ya la desconexión
que tú asumes como pudieran ser el sueño o la soledad buscada. Y es que a diferencia de estas experiencias
en que de alguna manera nos hacen sentirnos, al decir de Jung, uno con el todo,
allí en cambio no logras desconectar tu sensación de solitaria individualidad
con toda la desolación que ello
conlleva.
2. PONER ORDEN EN EL CAOS, LAS CLAVES.
Otra visita, esta vez solo, desde Trinidad: Loma
Suárez y Chuchini.
Las “lomas” son
grandes plataformas artificiales de tierra construidas por los más
antiguos habitantes que poblaron el Beni. Como toda esta zona está constituida
por tierras bajas inundables era la única manera de que sus poblados y cultivos
estuvieran a salvo de las crecidas de los ríos e incluso tuvieran un foso de
protección y una reserva constante de
agua en las lagunas formadas en los huecos de la tierra desplazada.
Loma Suárez recibe el nombre de una familia de
potentados que dominó la región a principios del siglo XX. Todo el mundo cuenta
hazañas truculentas de los tres hermanos Suárez que se habían repartido toda la
región, unos 5 mil Km2, y
enriquecido con la explotación despótica del caucho y la castaña. En especial
Nicolás cuya mansión, hoy sede de la “Marina” boliviana, preside esta loma. En
la imaginería popular circulan leyendas como que este personaje tenía una
laguna con caimanes y otra con pirañas y que cuando alguien se le rebelaba le
mandaba azotar y una vez la sangre a flor de piel le daba a elegir a cuál de
las dos lo tiraban atado de pies y manos. Otros cuentan que tenía un caimán y
un tigre por mascotas a los que alimentaba entre otras cosas con la carne de
los esclavos rebeldes a los que pegaba un tiro sin más cuando desobedecían.
También cuentan de su harén de más de cuarenta mujeres, incluso aprisionadas
para evitar la fuga. Se dice que una tuvo un hijo de él pero como lo odiaba se
lo ocultó y se lo dio a criar a un campesino conocido suyo. Cuando el muchacho
fue mayor mató al padre vengando así a su madre. Un fin digno de la tragedia griega.
Hay que decir que en la Guerra del Acre y luego en la
del Chaco este personaje defendió los intereses de Bolivia, que eran los suyos,
frente a Brasil y Paraguay. Esto al menos se lo reconocen los bolivianos a
pesar de las grandes cesiones de territorio que tuvieron que pagar a esos
países.
Chuchini (madriguera del tigre) es otra loma a unos
kilómetros de allí donde hay un espacio habilitado para visitar. Lo lleva una
señora muy amable y su familia. Ella me ha contado algunas de estas leyendas
populares; su hijo, antiguo casco azul en el Congo, nos hace de guía a mí y a
una arqueóloga afroamericana que trabaja en Tiawanaco y que ha coincidido con
mi escapada.
El entorno es todo él lujuriante de vegetación, mangos
impresionantes alternan con otros árboles variedades del ficus, con cocoteros y
diversos tipos de palmeras, tamarindos, pomelos y algún que otro tajibo siempre
en flor. No dejan de alborotar las parabas o cacatúas multicolores y cuando
éstas se callan se oye el canto potente de un pájaro que ellos llaman ruiseñor
pero no tiene nada que ver con los nuestros, si acaso su nido en forma de cesta
colgante y su agudo silbido, no ya su color oscuro, guarda un gran parecido con
nuestra oropéndola. Las lagunas
artificiales alrededor de las lomas garantizan frescura y fecundidad.
Caminando entre la vegetación mi compañera de
excursión se sube a los primeros brazos de un bibosi, planta familia del ficus que abraza y
estrangula a la palmera motacú, yo me acerco a ella para que el guía nos saque
una foto. Mientras ella me coge simpática por el hombro siento unos fuertes
pinchazos en manos y brazos. En mi precipitación me había apoyado en una rama
de palosanto y sus terribles y diminutas hormigas rojas me habían invadido. El
guía me tranquiliza mientras me sacude: ya no tendrás reuma, el veneno de estas
hormigas es la mejor medicina. Llevo todo el camino un escozor como de ortigas
hasta que al retorno al campamento la madre del guía me alivia frotando con
alcohol las picaduras.
Al ponerse el sol, las parabas y loros montan una gran
algarabía en los árboles cercanos donde pasan la noche. He observado en el
camino varios troncos de palmera desmochados sin hojas, sé que la palmera es el
árbol más resistente a todo, incluso a los incendios pues siempre rebrota su
tronco. La señora me aclara que estas cacatúas se comen los cogollos de las
palmeras y, una vez secas, hacen sus nidos en su lugar. - Dicho sea en favor de
estas aves bulliciosas que, tras la Expo del 92 en Sevilla, nos ha invadido un
insecto cuya plaga tiene efectos similares -. Las crías de aquellas tardan casi
un año en llegar a adultas. Hay muchas variedades: cabezas azuladas, verdes,
rojas, amarillas y distintos tamaños. Son muy fieles a sus parejas, me asegura
la madre del guía, y muy tiernas haciéndose carantoñas con sus gruesos picos y
cabezas llenas de colorido, lo puedo atestiguar.
Un paseo en bote al atardecer por la laguna da otra
perspectiva de esta selva extraordinaria. Aunque sólo podemos movernos por la
parte que no está invadida por los lirios acuáticos, vamos viendo nuevas aves
como el pato cuervo o cormorán, la garza real y la blanca, gallinetas, la
perdiz gigante, el hoazun o pava serere que me dice es un ave prehistórica...
Pero la gran intriga de la charca son esos ojos grandotes que sobresalen en la
superficie mirándote clandestinos y que cuando se acerca la barca desaparecen
en el fondo verde de las aguas dejando una ligera estela de burbujas llenas de
misterio.
El burbujeo de las aguas ricamente
habitadas, los rayos de luz que tras un exuberante despliegue de colorido se
ocultan y repiten repiten sus ciclos, este humus fértil en el que se desperezan
mil formas de vida, este aire cargado de sustancias transmisoras de los más
elementales mensajes, de los más embriagadores aromas, de sonidos que nos tocan
en lo más primario de nuestro mundo neuronal. Todo este entramado balbucea
un lenguaje que apenas sabemos descifrar.
Cada planta, cada animal se especializa en un campo
diverso para dar el resultado de esa construcción extraordinaria por la que
circula de mil maneras la vida. Como bien decía Einstein (2005), con sólo
trepadoras no hay selva. Cierto que sin esa regia columnata arbórea que
sostiene en la altura el follaje propio y extraño sería todo diferente.
Lo vemos en los inhóspitos paisajes de
la puna andina o de la tundra siberiana. Son otro equilibrio, otro juego
diverso.
Tampoco sería lo mismo sin los diferentes organismos
que constituyen las intrincadas cadenas tróficas que trenzan los multiformes
juegos con que va formando sus laberintos la vida. Hay todo un mundo de
colores, olores, sabores, de sonidos y mil variedades de sensaciones que
permean esa porción de materia trémula que es toda sustancia viva.
Darwin quiso poner orden en ese marasmo, propuso unas
claves para su comprensión que en general han persistido a pesar de que aun en
el campo de sus explicaciones resulta difícil el acuerdo.
Ya su colega Thomas Henry Huxley, tomándose la lucha
por la existencia como la ley universal que mueve a toda criatura viva, interpreta
toda naturaleza, incluso la humana, como una guerra sorda entre competidores
natos que sólo renuncian a sus instintos, a sus pulsiones inconscientes más
genuinas, ocultándolas bajo una capa de moralidad, un superego, desarrollado
posteriormente por obra de la cultura. Basta rascar un poco y enseguida sale la
fiera, la mala condición.
Al parecer no era esa la visión de Darwin que tanto en
animales como en hombres admite, junto a las fuerzas evolutivas que promueven
el interés propio, otras tendencias altruistas y compasivas. Hay animales
marcados por instintos sociales como el cariño parental y filial; especies que
se sirven de la cooperación – elefantes, lobos, delfines...- que muestran
lealtad al grupo y tendencias de ayuda a los demás. (De Waal 2007).
Pero, según parece, fue la interpretación de Huxley la
que primero se popularizó dando lugar incluso al llamado darwinismo social.
Siempre nos acercamos a la naturaleza con un trasfondo
más o menos marcado; dependerá de ello que encontremos un lugar frío e
inhóspito, enzarzado en constantes luchas con otros competidores o un mundo
cálido, lleno de contrastes siempre estimulantes, transmisores de alegría de
vivir.
El vértigo a que nos ha llevado nuestro afán de
distanciarnos de la naturaleza, de trocearla en multitud de disciplinas, parece
dar paso en la actualidad a un deseo de retorno, a una conciencia cada vez más
clara de la complejidad del entramado que nos constituye, de la continuidad del
todo del que los humanos constituimos un simple episodio.
En línea con esta exigencia de acercamiento, también de
los saberes (Morin, 2000), podemos citar la obra de De Waal (2007), Primates y filósofos, donde se analiza nuestro parentesco moral con
los diversos primates. El autor se pregunta, qué comparten estos especímenes
que si no están ya en vías de extinción es gracias a las reservas que un mundo
técnicamente organizado va creando para ellos.
Aunque parezca que no, hay mucho que hablar sobre el
asunto pues con los grandes adelantos de la ciencia hemos llegado a saber que,
además de compartir más del 99 % del código genético, compartimos con estos
parientes, no tan retirados como se piensa, un montón de hábitos de
comportamiento, de sentimientos y emociones, y, lo que es más, una moral.
¿Son los primates capaces de un comportamiento
altruista, pensando en los otros, como parece exigir nuestra moral, o son
egoístas por naturaleza?
De Waal hace la distinción entre interés,
comportamiento beneficioso aun en seres carentes de intención como las plantas,
y egoísmo que supone un factor intencional en la búsqueda de beneficios. Según
él, hay “fuerzas evolutivas” (esa entidad que se supone en todo proceso)
encaminadas al interés propio tanto en el animal como en el hombre pero eso no
excluye el desarrollo simultáneo de “tendencias altruistas”.
Y volviendo a los monos, es indiscutible que muchos de
ellos tienen comportamientos sociales que benefician al grupo, sea compartir
comida, acicalamientos mutuos, gestos de consuelo en caso de sufrimiento...
Claro que todo eso no basta si no va acompañado de una
acción voluntaria que supone una representación previa a la decisión que se
toma. No parece que pueda haber moral sin el elemento racional.
El autor distingue una base elemental de la moral
consistente en el “contagio emocional”, esos mecanismos que entran en
juego en los citados comportamientos sociales y trae el testimonio del
neurólogo A. Damasio que constata a nivel neuronal ciertos mecanismos de
percepción que se ponen en marcha por la simple vista del sufrimiento ajeno –
las llamadas “neuronas espejo” o neuronas de la empatía - ; y, por otra parte,
un segundo nivel, la “empatía cognitiva”
que evalúa la situación ajena hasta adoptar la perspectiva del otro.
Hasta este segundo nivel pueden llegar al menos los grandes simios. Sobre todo
los chimpancés que manifiestan un gran sentido de la reciprocidad y la
justicia; se dan entre ellos emociones amables y retributivas. También los
monos capuchinos reaccionan de forma diversa cuando ven que un compañero tiene
mejores recompensas (uvas) que él
(pepino) haciendo lo mismo. Es su sentido de la justicia.
Si, como dicen Hume y los seguidores del emotivismo
moral, la razón tiene que estar al servicio de las pasiones y no al revés; si
es el sentimiento el fundamento de la moral y en particular los sentimientos de
simpatía y benevolencia hacia la sociedad en general, no es difícil admitir una
continuidad entre nuestro comportamiento moral y el de los primates.
Pero nada más lejos del pensamiento escolástico y
racionalista que suponen que es la facultad intelectual la que en última
instancia determina la voluntad y toda actividad propiamente humana: nihil
volitur quin precognitur (nada se quiere si no se conoce previamente). Y de ahí
la libertad de elegir entre las diversas opciones imposible sin el
entendimiento.
Kant, una vez más, parece poner paz con su imperativo
categórico de la razón práctica como base de la moral; un dato empírico, el
“sentimiento” del deber, y un a priori de la razón, la universalidad: obra
autónomamente pero que tu voluntad se ajuste a valores universales.
El mismo Darwin reconoce: “Cualquier animal dotado de
unos instintos sociales bien marcados... inevitablemente adquirirá un sentido
moral o conciencia tan pronto como sus facultades intelectuales hayan logrado
un desarrollo tan elevado como en el hombre.” (El origen del hombre. Cit. De
Waal, pág. 39).
De Waall recurre incluso a la filosofía china y con la
ayuda de Mencio insiste en nuestra
naturaleza básicamente afectiva, movida por la conmiseración y la reciprocidad.
Aunque la mente tiene un poder, los impulsos preceden a la razón y estos son
por naturaleza buenos.
Con todo esto concluye que hay un error básico en
Hobbes y luego en Huxley en hacer bandera de la vieja sentencia “el hombre es
un lobo para el hombre”, pues ni hace justicia a la solidaridad de los cánidos
ni a los más auténticos sentimientos de nuestra especie. Es el clásico dualismo
cuerpo-mente, sentimiento-razón, malo-bueno, donde lo primero sería lo natural
y lo segundo una capa advenida posteriormente, como el superyó freudiano o la
piel de cordero que disimula hipócritamente nuestro natural perverso.
Y contrapone su teoría de la muñeca rusa: un trasfondo
común al hombre y al animal al que se van añadiendo elementos nuevos a través
de la evolución sin desaparecer lo primigenio. Desde el contagio emocional, la
empatía cognitiva, a los sentimientos de simpatía y benevolencia cada vez más
desinteresados. El propio Darwin, como hemos dicho, a diferencia de Huxley,
está a favor de una continuidad entre nuestro juicio moral y factores como los
instintos sociales, el cariño parental y filial, la cooperación, y, en
definitiva, todo lo que contribuye a la selección grupal.
No faltan quienes llevan a dudosas consecuencias esa
selección grupal, como quienes justificaron la Guerra del Golfo como una lucha
por la supervivencia de una civilización dado el poder que da el control del
petróleo (Gustavo Bueno en un Congreso de Filósofos Jóvenes en Sevilla); o
quienes como Marvin Harris (1981) ven una selección ecológica en las
guerras de las sociedades primitivas del Amazonas.
Por supuesto ninguna ley que se parezca a nuestras
leyes morales. Ni bondad ni maldad en sentido humano, ni malvados ni nobles y
generosos puede aplicarse en sentido estricto a ninguna especie vegetal o
animal. Esa apreciación hoy bastante generalizada que ve en la selva un mundo
de depredadores inmisericordes donde se imponen los fuertes y los débiles van
quedando por el camino no deja de ser una simplificación como bien sabe cualquier
estudioso de las ciencias de la tierra.
Y no es que además de la relación depredador -
presa existan otras múltiples
variedades de relaciones sea de cooperación, simbiosis, comensalismo, etc. sino
que simplemente es tal el entramado de
conexiones que enlazan a los seres vivos y a los que no lo son que no es de
extrañar que vivamos ajenos a la mayoría de ellas.
Cierto que podemos reconocer, como nos enseña la
biología, la presencia de ese juego de intrigas de las mutaciones genéticas y
su correspondiente selección hacia formas cada vez más complejas y mejor
ajustadas al todo.
Pero, como nos advierte Nagel (2000), el uso que hacen
los dogmáticos de Dios como sustituto para explicar lo que no tiene explicación
hoy lo hace el imperialismo darwiniano con sus explicaciones de todo por medio
de principios inertes. Y es cuando menos poco creíble que todo ese fantástico
mundo de los seres vivos e incluso nosotros y todas las creaciones de nuestra
mente se reduzcan a un producto de eventos químicos azarosos; que esa formación
prodigiosa de moléculas, galaxias y organismos, de conciencias e inteligencias responda sólo a
simples accidentes o tropezones cósmicos frutos del azar. (Lipton, 2007)
Al menos Baruch
Spinoza tuvo la coherencia de suponer en
la realidad primordial la extensión y el pensamiento como atributos
imprescindibles.
Nuestros físicos están cada vez más perplejos ante la
complejidad de las fuerzas que allá en lo más hondo de esa materia que somos
trenzan sus inúmeros juegos, desde la danza cuántica de las partículas/ondas,
hasta la autoorganización y adaptación al medio de los sistemas abiertos de que
nos habla la termodinámica.
El universo, nos dice, se entiende desde sus
posibilidades, no desde un estado inicial; no hay un orden newtoniano de tiempo
rectilíneo sino un mundo fluctuante, ruidoso y caótico. Para entender los modos
de evolución de ese caos está la dinámica y sus leyes.
Para empezar, en contra de lo que pudiera indicar la
segunda ley de la termodinámica, la entropía no es una tendencia general al
estado de mayor desorden, sino que se dan sistemas dinámicos inestables que
evolucionan hacia un orden dentro de posibilidades estadísticas y de forma
irreversible. Así surgen las estructuras disipativas, capaces de recuperar
como información la energía que disipan, la
forma en que se autoorganiza la materia viva, vista desde la física.
Según él la inestabilidad ha dado lugar a todo lo que
hay: todo se debe a esa inestabilidad y desequilibrio del flujo de energía
procedente de reacciones nucleares en el interior del sol, así surgió la vida
en nuestro ecosistema. El alejamiento del equilibrio conduce a “comportamientos
colectivos”, a un régimen de “actividad coherente”. La misma materia sería
resultado de “procesos irreversibles”.
En El
fin de las certidumbres, se nos dice: “Como ya hemos destacado, tanto en
Dinámica Clásica como en Física Cuántica las leyes fundamentales ahora expresan
posibilidades, no certidumbres.” En su
formulación tradicional, las leyes de la física describen un mundo idealizado,
un mundo estable, y no el mundo inestable, evolutivo, en que vivimos. Todo es
cuestión de que la física adopte un punto de vista de conjuntos y no de
individualidades para situarse en esta
nueva visión del universo.
Pero al final concluye: “lo que hoy emerge es una descripción
mediatriz, entre dos representaciones alienantes: la de un mundo determinista y
la de un mundo arbitrario sometido únicamente al azar. Las leyes no gobiernan el mundo, pero éste tampoco se rige por el azar.
Todo
esto recuerda los “sistemas complejos adaptativos” de que nos habla Murray
Gell-Mann (1994) que
surgen cuando se da una mezcla de
regularidad y azar adecuada: Ni un azar excesivo que no deje lugar a las
repeticiones ni una regularidad absoluta que no permita los cambios. Para él
“en el curso de la evolución física del universo, el fenómeno de la gravitación
dio origen a la agregación de la materia en galaxias y más tarde en estrellas y
planetas, entre ellos nuestra Tierra. Desde el mismo momento de su formación,
tales cuerpos ya manifestaban una cierta complejidad, diversidad e individualidad,
pero estas propiedades adquirieron un nuevo significado con la aparición de los
sistemas complejos adaptativos. En la tierra este hecho estuvo ligado a
los procesos del origen de la vida y la
evolución biológica,
que han generado la gran diversidad de especies existentes.”
Como si todos los caminos nos llevaran a Roma, siempre
encontramos en el seno mismo del caos una irresistible tendencia a la
diversificación, al orden y las constancias o si se prefiere una machacona
insistencia de lo repetitivo en hacerse sitio a despecho de la indeterminación
y el azar.
Y es que el orden no lo inventamos nosotros, formamos
parte de él (Nagel, 2000), y se nos
muestra de muchas maneras.
Sea en los secretos que vamos arrancando a la
naturaleza, cuando a partir de unas muestras generalizamos unas formas de
comportamientos que luego vamos aquilatando por sucesivas inferencias hasta
reposar en leyes, ese supuesto orden que de alguna forma barruntamos.
Sea a través de la intuición estética, al percibir algo
bello, como dotado de partes dialogantes, de ritmos y armonías internos, en
sintonía con nuestros deseos y aspiraciones.
Sea cuando la relación con nuestros semejantes es tal
que nos sentimos navegar en nuestro propio elemento. También aquí como en los casos
anteriores el orden se nos muestra en forma negativa ante el malestar que nos
provoca su ausencia.
Es sabido que a los físicos en general lo que les interesa es constatar las
constancias que se dan en esa materia que somos, entrar con sus medidas en la
complejidad de las fuerzas que nos atraviesan, pero, a decir de Fritjof Kapra (2006), tanto
la teoría general de la relatividad como los hallazgos sobre la indeterminación
de Heisenberg y en particular la física cuántica vienen a disolver los
conceptos tradicionales de una realidad objetiva compuesta por elementos
aislados donde las sustancias, las causas y los conceptos de espacio y tiempo
tenían un significado preciso medibles y cuantificables sin relación a nada
extraño.
Por el contrario la idea que parece recurrente es la
de un gigantesco entramado de relaciones en el que la energía se mueve y
condensa en un soporte espacio-temporal curvado por acción de las ondas
gravitacionales, adoptando formas ya de partículas ya de campos de fuerzas o
supercuerdas, donde sólo la estadística
puede dar cuenta de su interacción.
Y si hemos de creer a Schrödinger (2007), no hay observador
neutral, no hay observación sin contacto, ni contacto sin modificación.
Siempre hay algo de la realidad que se nos escapa. Por lo demás, este mundo
material se ha construido sólo a costa de extraer de él el yo, es decir, la
mente. La mente construye el mundo a costa de excluirse a sí misma; su creación
no contiene al que la crea. Son otras tantas advertencias de los límites de nuestra
pretendida objetividad.
No obstante, las
ciencias actuales se mueven con relativa soltura y parecen dominar los mundos
de las fuerzas gravitatorias, electromagnéticas, subatómicas…utilizando con
profusión sus juegos de ondas y partículas. Han logrado exactitud y rigor en
sus previsiones a base de reducir sus campos, de delimitar competencias, nos
dice Ortega (2001), al tiempo que nos previene del peligro que olvidar esto
supone, de lo que llama “la barbarie de la especialización”.
Nuestra civilización y por consiguiente nuestra
enseñanza, nos dice Edgar Morin (2000), han
privilegiado la separación en detrimento de la unión, el análisis en detrimento
de la síntesis, lo que nos lleva a una acumulación sin nexo en lugar de una
organización de conocimientos. Importa contextualizar y globalizar los saberes,
reconocer la unidad en el seno de la multiplicidad y la multiplicidad en el de
la unidad. Todo se entreteje por un lazo natural e insensible y es imposible
conocer la parte sin conocer el todo y el todo sin la parte.
En el mundo de las llamadas ciencias sistémicas (Ecología,
Ciencias de la tierra, Cosmología) hay un hilo conductor que afecta a sus
diversos ámbitos y es esa conciencia de que todo está relacionado en nuestro
entorno y que sus múltiples implicaciones sólo podemos afrontarlas desde una
visión de conjunto lo que el citado autor llama un pensamiento ecologizante.
Y más que de un pensamiento se trataría de un
acercamiento a la realidad con todo nuestro ser, donde teoría y praxis se
funden, la única manera de acceder a ese entramado, a ese proceso o camino (el
tao) en el que todos nos vemos envueltos (Jullien, 2001).
Siempre es de admirar la modestia de los grandes sabios
que, conociendo el carácter estadístico y provisional de sus leyes, nunca
pretenden tener la última palabra. Habrá que volver de vez en cuando a la
famosa interpelación del fisiólogo Emil du Bois-Reymond a sus colegas de la
Academia de las Ciencias de Berlín: “ignoramus et ignorabimus”, dando por
sentada nuestra radical incapacidad para dar respuesta satisfactoria a una
serie de problemas; él menciona sobre todo: la naturaleza última de la materia
y la fuerza, el origen del movimiento y el del conocimiento... O si se prefiere a aquella no menos
significativa interpelación con que concluye Max Weber su Ética protestante: “Especialistas
sin espíritu, gozadores sin corazón: estas nulidades se imaginan haber
ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente” (Weber,
1999).
Nada se ha opuesto más a la comprensión de la
naturaleza que la falsa suposición de que ya estaba comprendida (Sabuco, 1953).
3.
EN EL TEJIDO DE RELACIONES QUE NOS CONFORMAN, SIN RENEGAR LO MÁS MÍNIMO DE
NINGUNA DE ELLAS.
Es
domingo en Trinidad. Vengo a desayunar a un bar de la plaza. Está abierta de
par en par la puerta de la iglesia. La voz imponente del cura desde su
megafonía a todo volumen sentencia sobre lo que está bien y lo que está mal. El público en silencio
aguanta el chaparrón y por supuesto nadie responde a sus encendidos ataques
contra los aires pestilentes de secularización que se extienden por el país.
Sigo
mi camino y pienso: Hasta dónde puede llegar un mundo de palabras desconectadas
de la vida, dónde se ha quedado esta gente, qué tipo de personas están
incubando con este discurso unidireccional, a quién beneficia esta sumisión,
esta dependencia; ningún cauce de auténtica comunicación simétrica, ninguna
oportunidad de participación, ningún camino de emancipación, más bien un
bálsamo para mantener una convivencia que chirría. La verdad que de esto
encontramos por todas partes y en los más diversos ámbitos pero choca más aquí
por las diferencias sociales tan descaradas. Estos gurús se han desviado tanto
de lo más genuino de la relación humana con su insistente negación del mundo de
los sentimientos simétricos hombre-mujer, con su endurecimiento de unas cuantas
metáforas trasnochadas relativas a las relaciones entre los seres humanos y con
la naturaleza, que se han vuelto incapaces de interpretar lo que realmente
siente un hombre de hoy, su sentido de igualdad, su afán de autonomía al mismo
tiempo que de pertenencia a sus respectivos entornos naturales, sociales,
culturales y políticos, sin más restricciones que las que el propio grupo se
impone para convivir.
Atrapados en el hechizo del lenguaje hemos ido tan
lejos que hemos olvidado ese otro lenguaje elemental que hablan nuestro cuerpo
y nuestro entorno. Qué verdad aquello de que todo concepto es la ruina de una
metáfora; sí, es necesario economizar y
resumir experiencias mediante símiles, metáforas y conceptos, pero no podemos
perder nunca de vista el carácter metafórico y provisional de nuestro
lenguaje. Nada puede darse por
incuestionable y menos cuando nos lo transmiten papanatas que hablan de lo que
no saben con tanto más aplomo cuanto menos lo han sentido y vivido.
Hemos olvidado, como muy bien nos dice Musil (2008) , que en
todo cerebro, al lado del pensamiento
lógico, con su simple y estricto sentido ordenador, reflejo de las relaciones
exteriores, se impone también un pensamiento afectivo, cuya lógica, si es que
se puede definir como tal, corresponde a las propiedades de los sentimientos,
pasiones y estados de ánimo, de suerte que las leyes de ambos pensamientos se
interrelacionan más o menos como ocurre con las leyes que rigen en un almacén
de maderas (donde los troncos están cortados en forma rectangular y amontonados
para su traslado) y las leyes oscuramente intrincadas del bosque, con sus
rumores y fuerza. Son formas de pensar que se mezclan, que dan lugar a dos
mundos que a menudo se enfrentan.
Son muchas las voces que nos alertan de las trampas
que nos tiende el abuso del lenguaje. Pero a su vez todo ello viene a confirmar
el poder extraordinario de esa fuerza misteriosa que hay detrás de las palabras.
“Las palabras son puentes pero también
son trampas” nos previene sabiamente Octavio Paz. Con todas sus limitaciones esos
vehículos de la razón y el pensamiento están ahí marcando mal que nos pese
nuestras vidas y de paso todo lo que se mueve a nuestro alrededor. ¿Una fuerza
olvidada?
Así se expresa, con toda
frescura, el pensador boliviano
Guillermo Francovich (1974) a propósito de
nuestras construcciones lógicas y su relación con nuestras organizaciones
sociales y políticas. “Originariamente – nos dice – las cosas se presentan al
pensamiento formando una masa confusa, ligadas las unas a las otras. Observadas
en un estado de indivisión y plasticidad, las cosas no presentan diferencias
radicales. Las categorías lógicas sólo
surgen cuando aparecen las jerarquías sociales. Observándose a sí mismos
individuos en grupos es que los hombres imaginan agrupaciones para las cosas”.
Y cita ejemplos de culturas que analizan la realidad circundante dividida en
dos, tres o siete aspectos diferentes según los grupos en que ellos se
organizan; o bien clasifican las cosas en grupos decrecientes, como
Aristóteles, a imagen de las jerarquías que se dan en las sociedades más
organizadas. E insiste: las
organizaciones políticas son la base de nuestros modelos de pensamiento sobre el
mundo en general. Así los regímenes absolutos dan lugar al pensamiento
dogmático y pesimistas respecto al futuro, como los democráticos dan lugar a un
pensamiento crítico y optimistas ante el futuro. Y “las complicaciones
políticas creadas por el rápido aumento de población en el mundo durante el
siglo pasado, se manifiestan en las teorías de Malthus y Darwin que hacen
resaltar la trágica lucha por la existencia a que están sometidos los seres
vivos, así como la dialéctica... de
Hegel y Marx que elevan esa lucha al
plano de lo universal...”
Sin entrar más en detalles del uso que harán después
de las teorías de Darwin, hay que recordar que Marx en su Correspondencia
con Engels, y refiriéndose a El origen de las especies, comenta: Darwin “reconoce
en los animales y las plantas su propia sociedad inglesa, con su división del
trabajo, su competencia, sus aperturas de nuevos mercados, sus invenciones y su
maltusiana lucha por la vida.” Y
advierte: no hay que confundir la historia natural del hombre y su historia
social (Tort, 2004).
Bertrand Russell (1989) abunda en el tema con su mordaz ironía: Nuestra forma de ver a los animales tiene
mucho que ver con las respectivas idiosincrasias y experiencias; cuando son
observados por alemanes, explica, se comportan concienzuda y ponderadamente
(mona de Köhler), pero cuando son norteamericanos lo hacen alocadamente, por
tanteos (rata de Skinner).
Y Sloterdijk (2000) remata haciendo alusión a El nacimiento de la tragedia de Nietzsche: “Desde arriba y desde
abajo, desde lo numinoso y desde lo animal, irrumpían fuerzas impersonales bajo
la forma consagrada de la personalidad, haciendo de ésta el terreno de juego de
bruscas y sombrías energías y el cuerpo sonoro de fuerzas universales anónimas.
Mientras que, en la historia de la cultura burguesa, el entusiasmo por Grecia
siempre había funcionado como un componente esencial del individualismo...,
ahora surgía de aquí... la más inquietante subversión de la creencia moderna en
la autonomía del sujeto.”
Y argumenta: Cuando pierden fuerza las ideas
acudimos a la energía. Pero hay una termodinámica de la ilusión: “un
principio de conservación de la energía creadora de ilusiones”: Aunque
caigan unos ídolos no decae nuestra fuerza por crearlos nuevos; la mentira es
existencialmente irremediable, no es más que la necesidad de huir del dolor
primordial que surge de la individuación, es lo que nos mantiene a una
distancia protectora frente a lo insoportable. Esto donde se ve más claro es en
el arte: crea sus velos para protegernos de la verdad; es la mentira feliz,
como la filosofía es el arte de lo soportable
(82 - 88).
Ya Erasmo había dicho aquello de Nuestras verdades son
las mentiras que necesitamos para vivir.
La ecología del dolor – continúa Sloterdijk
- ha ido equilibrando sus tensiones a
través de tres revoluciones: la proletaria, la feminista, y la liberación de lo
inconsciente. (Siempre movimientos emergentes de las fuerzas corporales
excluidas.)
Las psicologías
profundas son las únicas capaces de afrontar la ecología del sufrimiento,
la racionalidad de las descargas y construcción de las realidades soportables.
Supone la memoria viva que ha atesorado tras de sí la historia de las heridas civilizatorias y las
petrificaciones y oscuridades acumuladas
como blindaje actual.
Pero ni los procesos de producción ni ideologías del
compromiso pueden llegar al fondo de la cuestión, hay algo que ocurre más allá
de las subjetividades en acción: el amor apasionado, los recuerdos espontáneos,
la comprensión eventual, los resultados o fracasos... Sólo cuando el sujeto se
aparta a un lado para que su historia, su drama, pueda contarse se da un
verdadero psicoanálisis. Se trata de cambiar el hacer racional por el dejar
acontecer racional (174-8).
Salta a la vista que hemos dejado de hablar de
experiencias del mundo exterior y nos hemos centrado en el mundo de la
conciencia, que nos aproximamos a los fenómenos no tanto tratando de
contabilizar sus comportamientos como de precisar lo que ocurre en nosotros
cuando pensamos ese mundo, cuando nos lo representamos. Y es que el pensamiento
es, al decir de Ortega (1972), un punto
donde se tocan dos orbes de consistencia antagónica. Pues ocurre que con un pensamiento nuestro, realidad
transitoria, fugaz, de un mundo fugacísimo, entramos en posesión de algo
permanente y sobretemporal. O con otras
palabras: Sea cual sea nuestro deseo de poseer una visión unificada de la
naturaleza, no cesamos de tropezar con la dualidad del papel de la vida
inteligente en el universo... (Weinberg).
Como la posibilidad de las moléculas o la posibilidad
de la conciencia, la posibilidad de la racionalidad podría ser un rasgo
fundamental del orden natural; es una exigencia para la comprensión del mundo
en que estemos incluidos nosotros. Los seres humanos nos movemos por creencias
y para decidir sobre éstas necesitamos la razón que nos sitúa desde una
perspectiva que se pretende válida para todos en todo lugar y todo momento, o
sea, universal. Hay un orden de razones al que sometemos nuestras valoraciones
y nuestra forma de actuar (Nagel,
2000).
La fuerza de la razón hay quien la ve como “un regalo
inestimable de la amiga evolución” (Sánchez Ron, 2010). A este respecto resulta interesante el
razonamiento de Tort (2004) con su teoría del efecto reversivo de la
evolución. Según la ley dialéctica de la negación de la negación, llega un
momento que la selección natural se niega a sí misma y se transforma en
selección cultural tras la aparición de los instintos grupales. Esta conquista
evolutiva por fin nos permite tomar en nuestras manos el rumbo de nuestra
civilización, «la selección natural,
por la vía de los instintos sociales, selecciona la civilización, que se opone
a la selección natural».
La afirmación
“todo es fruto de la evolución”, semejante a “todo es subjetivo”, se
autocontradicen, pues se colocan más allá de lo que afirman. Cierran todo
horizonte.
No vendrá mal recordar lo dicho más arriba sobre esta
suposición de que todo está ya comprendido.
Si se me permite, hay en lo que llevamos dicho un
denominador común que podemos constatar en ciertas experiencias cuando
ahondamos en nuestras percepciones del mundo que nos rodea: convergen en
nosotros los más diversos juegos de fuerzas que van y vienen ajustando
continuamente nuestra visión del mundo; tanto las que irrumpen desde el campo
de la biología con su rico almacén de
información como las que provienen de la experiencia colectiva acumulada en ese
trasmundo en que se vinculan sentimientos y representaciones mentales, ese mundo que llamamos la cultura.
Hay un continuo ir y venir de lo percibido a lo pensado y de lo pensado a lo
que está por percibir. Aunque no lo parezca, también a percibir se aprende, ese
cúmulo de representaciones que hemos heredado con nuestra cultura marcan
nuestra forma de percibir infinitamente más de lo que nuestra experiencia
corriente modifica nuestra cultura.
Con esto sólo queremos desbrozar seguridades, romper
barreras, abrir horizontes, despejar el camino que dirían los taoístas:
- Una simple llamada a la contención: “La ‘verdad científica’, al decir de Ortega (1972), es
una verdad exacta, pero incompleta y penúltima, que se integra forzosamente en
otra especie de verdad, última y completa, aunque inexacta, a la cual no habría
inconveniente en llamar ‘mito’. La ‘verdad científica’ flota, pues, en
mitología, y la ciencia misma, como totalidad, es un mito, el admirable mito
europeo”.
- Y, a un tiempo, una llamada a la ambición: “El misterio es lo más
hermoso que nos es dado sentir, nos dice Einstein (2005). Es la
sensación fundamental, la cuna del arte y de la ciencia verdaderos. Quien no la
conoce, quien no puede asombrarse ni maravillarse, está muerto. Sus ojos se han
extinguido. Esta experiencia de lo misterioso
- aunque mezclada de temor - ha generado también la religión. Pero la
verdadera religiosidad es saber de esa Existencia impenetrable para nosotros,
saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más
resplandeciente sólo asequibles en su forma más elemental para el intelecto.”
Se trata de admitir los diferentes niveles de
realidad, regidos por diferentes lógicas, lo que Edgar Morin llama una actitud
transdisciplinaria, lejos de los peligros de las visiones simplificadoras.
Mª Zambrano (Durán, 2006), nos pone en guardia frente a esa visión del
mundo que simplifica la naturaleza, deja de lado sus aspectos cambiantes e
imprevisibles y reduce la realidad a las ideas, a las definiciones, a los
números como había dicho Pitágoras. Siempre ha sido muy del español, nos dice, mirar
con sospechas esa pretendida claridad de la razón, como si entreviera que lo
mejor se queda fuera.
Xunzi lo expresa así: “El peor vicio del
pensamiento no es la falsedad sino la parcialidad; las desgracias de los
hombres provienen de que un aspecto parcial les ciega la mente y dejan en la
sombra el conjunto. Y no es que se equivoquen sino que se dejan obnubilar por
el apego a lo que han acumulado lo que les impide escuchar lo que no les da la
razón.” (Jullien 2001).
Cuando nos adentramos en el conocimiento del mundo no
basta la fría razón ni el recurso a unos conocimientos enlatados, con esquemas
trasnochados, nos dice Pedrinaci (2008). Tal vez ahí radique ese rechazo a la
ciencia que observamos hoy, no sólo en nuestros bachilleres, sino en gran parte
de la población. Y concluye: Hará falta “una ciencia ‘más viva’, menos ‘enlatada’
que muestre sus bases pero también sus incertidumbres”.
Y podríamos añadir, una apertura a otras disciplinas,
a las ciencias humanas, al arte, la literatura, la poesía y la experiencia
interior.
Es de acercarse a la realidad con todo nuestro ser de
lo que se trata, uniendo teoría y praxis, jugando tanto con nuestra
inteligencia como con nuestras emociones, o si se quiere, teniendo en cuenta esas inteligencias múltiples
de que nos habla Edgar Morin.
En
la contemplación estética, como en el amor y en el conocimiento recobramos
momentáneamente la unidad de nuestro ser, liberándonos de nuestra propia
individualidad (Coomaraswamy, 1996).
Retornar a los orígenes, asumir esos
pálpitos que van marcando nuestros ritmos, esa savia vital que atraviesa y
estructura nuestra maquinaria cromosómica y que, en gran parte, marca sentido a
nuestra existencia, entrar plenamente al juego de la vida, vivir lúcidamente en
su armonía, su música, en el tejido de relaciones que nos conforman, sin
renegar lo más mínimo de ninguna de ellas.
Esos
lúcidos núcleos de existencia que somos en
que porciones de materia se vuelven transparentes a sí mismas gozan sí de un
cierto protagonismo y autonomía en el rico entramado de redes que su mente percibe,
pero habrán de retornar una y otra vez a sus orígenes si quieren no perderse en
torpes mutilaciones.
Tal
vez esa sea la otra lección de la selva.
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Imágenes: Parque Amborós, Victoria regia, Selva amazónica, Rio amazonas, Iquitos.