LOS OJOS DE LA INDIA
Freud
decía que quien tiene proyectos siempre encuentra compañía. Tal vez pensaba en
su amiga Lou Salomé atraída por sus últimos trabajos. Y es que el amor nos pone
en danza y la danza trae al amor, danzamos para ser amados y el sentir del amor
nos hace trenzar las más inverosímiles danzas, no nos da tregua la vida, no nos
permite el reposo, danza infatigable el dios Shiva. Bajo sus auspicios realizo
el viejo sueño de sumergirme en la India.
1.
El país de los rajputes
Delhi
de madrugada, interminables calles donde se alternan coches y camiones de todas
clases con carros tirados por camellos o vacas atravesadas en medio de la
calzada.
Un
largo recorrido sin dejar de ver gente en sus chiringuitos a los márgenes de la
carretera, una escala en el palacete de Samode. Primer asalto de vendedores de
recuerdos, nos rodean por todas partes, nos interceptan el paso. Es nuestro
primer encuentro directo con la gente.
No
tiene mucho que ver este palacio con adornos de escayola. Nuestro autobús prosigue
el camino. Hay una norma elemental de tráfico en la India, no sé si estará
escrita pero se cumple a rajatabla: el vehículo más pequeño se aparta siempre
para el más grande, las carreteras no suelen estar señalizadas. Bueno, ante las
vacas todos se apartan. La zona por la que vamos es el país de los rajputes,
gente con “sangre de reyes”. Uno de ellos viene frente a nuestro autobús con su
carromato tirado por un camello. Nuestro chofer, un sihg con su turbante,
también hombre de casta, le lanza algunas imprecaciones pero el camellero no se
inmuta, sigue en medio de la estrecha carretera. Al fin ha de apartarse el
autobús si quiere seguir su camino. Sin perder la compostura, con la cabeza
alta, camellero y camello siguen su marcha.
Otros
largos kilómetros por maltrechas carreteras y la gran ciudad de Jaipur se nos
brinda con sus palacios y su ruidosa, colorida y olorida miseria. Es imposible
imaginarse este pulular de gente por todas las calles y todos los rincones de
la ciudad. Mientras unos van y vienen con sus coches, motos o bicicletas por
tiendas y mercados otros, tumbados por las aceras, junto a las ruinas de los
viejos palacios o templos, en las plazas y jardines, parecen como instalados en
la marginalidad sin quehacer y sin higiene. Por todas partes encontramos gente
a la intemperie en la miseria y sonriente, parecen como inmunes a la envidia,
la codicia o la agresividad. Te atosigan pidiendo u ofreciéndote sus baratijas
pero nunca ves en ellos animosidad.
Me
da un poco de rubor la subida al palacio de Amber a lomo de elefante pero
pronto veo que no es sólo cosa de turistas extranjeros, también los nativos
disfrutan de este real privilegio. El pobre animal, espoleado con unos ganchos
de hierro tras sus orejas, sube pesado y taciturno la rampa que lleva al fuerte
amurallado. Al llegar arriba un regalito, una golosina para el animal y otra
para el que lo guía.
El
palacio es espléndido. El agua como ornamentación y refrigeración discurre por
sus jardines y salas, bajorrelieves en mármol con flores y elefantes finamente
tallados y celosías con filigranas geométricas del mismo material adornan sin
recargo sus zócalos y las separaciones de espacios, sus techos relumbran con
incrustaciones de cristal entre mocárabes y lacerías que recuerdan nuestros
palacios de la Alhambra. No es extraño que aunque éste sea un siglo posterior,
data de 1592, ambos hubieran bebido de las mismas fuentes persas que hacen ese
trasvase siempre fecundo de lo oriental y lo occidental. El coronamiento de sus
techos le da el toque mogol con los clásicos cimborrios que asemejan los yelmos
empleados por los guerreros de Tamerlán.
Como
en los demás centros turísticos pulula por sus alrededores todo un enjambre de
vendedores de recuerdos y baratijas, de mendigos profesionales, de transportadores
de rickshaws, de bicicletas, de viejos coches y motos pitando sin cesar para
adelantar, para saludar, para regañar o para lo que sea; el resultado es una
fragorosa sinfonía de lo más estimulante.
Hay
dos puntos obligados en toda ciudad de la India: la zona de los mercados y los
templos.
Delhi, Jama Masjid de Shahjahan (S. XVII) |
El
comercio es todo un arte. Cualquier tienda que se precie para empezar te invita
a té o a bebidas refrescantes. Luego entras al regate. No se molestan si les
ofreces la mitad de lo que te piden. Luego se va afinando hasta llegar al
acuerdo. En una cooperativa de alfombras nos muestran con orgullo y siguiendo
todo un rito su rico repertorio. Vemos
también todo el proceso de elaboración, desde los que hilan con antiguas ruecas
hasta los tejedores agachados en sus telares urdiendo sus prodigiosas
creaciones. Nos explican que cada familia tiene su modelo que aprenden de niños
y fabrican desde tiempo inmemorial. Eso es conservar las tradiciones.
Al
atardecer asistimos a una ceremonia en el templo de Krisna. Está en una elevación
y él a su vez tiene forma de montaña tallada con primor en mármol blanco.
Subimos descalzos como mandan los cánones y a pesar de la lluvia. Fluye la
cordialidad cuando nos sentamos con la gente en el suelo del templo. El
muchacho que está a mi lado con su novia me pregunta de dónde soy y a renglón
seguido me da su tarjeta invitándome a su tienda de artesanía. Un repique
melodioso de campanas, todos de pie, y empieza a descorrerse la cortina del
retablo. Entre olores de incienso, movimientos de luces, caracolas y otros
símbolos en manos del celebrante, aparecen Krisna y su esposa Radha abanicados
por dos acólitos. Son sólo unos minutos de auténtica apoteosis. Las estatuas
policromadas, de tamaño natural, se muestran serenas y sonrientes de pie sobre los
lomos de un tigre. Terminan los repiques, los movimientos de luces y abanicos y
los fieles se aglomeran hacia el altar; algunos dan limosnas y todos reciben un
puñadito de algo así como bolitas de anís que besan y se lo llevan a la frente
y luego a la boca. Una marchosa música de fondo contribuye al clima de simpatía
y buen ambiente que rodea al hermoso recinto. Hay cálidas miradas de cercanía,
no hay mendigos ni vendedores pero no falta a la salida el negocio religioso.
En uno de los frontones del templo el guía nos hace observar unos relieves de
mármol. Nos sorprenden las imágenes de Cristo, S. Juan Bautista, S. Antonio y
todo lo más significativo del santoral cristiano. Todos ellos son otros tantos
avatares de Vishnú, nos explica. Una religión globalizadora donde las haya.
Templo Sigh |
De
vuelta en el hotel nos encontramos a nuestros compañeros en la fiesta de una
boda. El novio vivía en España y estaba
encantado de que hubiera españoles allí.
Ya
en las habitaciones brindamos con Jerez por la cercanía de las culturas y de
las personas. Yo creo que toda esta gente, si bien son más pobres y miserables
que los europeos, tienen mucho que enseñarnos en asunto de relaciones humanas.
2.
Agra.
Agra
es una ciudad medieval que se columpia colgada de su palacio fortaleza, el
Fuerte Rojo, y de su Taj Mahal. El mundo misterioso de sus mercados, sus
mezquitas y templos en los que no faltan fieles, bien rezando a Alá, bien a
Shiva o a Krisna, contrasta con la zona de hoteles y áreas de servicios para
occidentales. Los conductores de rickshaws son la mediación entre estos dos
mundos, son los expertos que te pueden conducir al centro de la verdadera vida
del país. Los ojos de los niños, aún de los mendigos, tienen un soplo
espiritual que les da aire de pequeños dioses. De las mujeres no puedo hablar
mucho, pero envueltas en sus saris son de un porte señorial y el alma afluye
toda a sus miradas.
3.
Khajuraho
Tras
el paso obligado por las tiendas de artesanía y antigüedades concertadas con el
guía, asistimos a un curioso espectáculo de folklore hindú. Es algo así como
nuestros tablaos de flamenco para turistas pero es la forma que tenemos más a
mano para entrar en contacto con este aspecto siempre importante de su rica
tradición. La danzarina se contonea rítmicamente al tiempo que con graciosos
gestos de sus manos, acompañados de movimientos expresivos de su cabeza y sus
miradas, sugiere un mundo aéreo, encantado, por el que dulcemente te lleva sin
que puedas ofrecer la menor resistencia, tal es la convicción que le pone.
Luego ellos entran a escena y hacen sus acrobacias y juegos de palos en
supuestas danzas guerreras. La música es salmódica y un tanto monocorde, muy
agudas las voces de las mujeres. La orquesta ocupa un ángulo del escenario y
está compuesta por un instrumento de cuerda bastante elemental, a modo de
violín, un instrumento de fuelle que el músico acciona rítmicamente doblando la
palma de su mano izquierda mientras teclea con la derecha las pocas notas que
le bastan para su música. Están además los percusionistas con pequeños timbales
y diversos instrumentos parecidos a maracas. No puedo juzgar su profesionalidad
pero consiguen su efecto. Es un folklore mucho más pausado que el nuestro,
nuestras jotas en particular, pero con gestos más expresivos y variados, menos
ritualizados. Parece como si intentaran despegarnos de todo lo terreno logrando
con sus gestos, movimientos y sonidos introducirnos en el rico mundo de sus
mitos y tradiciones.
Hay
sin duda un alma de los pueblos que le sale a la gente por los ojos y se
muestra en su música, su danza y su arte. Y estos hindúes transparentan largos
siglos de naturaleza asumida en armonía, lejos de nuestra naturaleza dominada
occidental.
4.
Benarés.
Benarés
o Varanasi es la ciudad sagrada por excelencia. Las cercanas ruinas de Sarnath
con los restos del primitivo monasterio budista, el nuevo templo sobre el lugar
en que Buda predicó el sermón de las cuatro nobles verdades, el gran árbol
descendiente de aquel otro de la ciudad de Gaya bajo cuyas ramas recibió el maestro
la iluminación, y finalmente la gran estupa conmemorativa de todo ello
constituyen todo un marco mágico que te pone en trance de peregrino. Teresa, la
más identificada con todo esto del grupo, da su limosna en el templo y un joven
y simpático monje que está sentado junto al altar con otro compañero se levanta
y le ata unos hilos amarillos a la muñeca. Otros compañeros del grupo y yo la
im itamos y nos hace la misma operación, luego nos marca de rojo en la frente
el ojo de la sabiduría. Todo sin más solemnidad y entre sonrisas preguntándonos
de dónde somos y despidiéndonos con el talante más simpático del mundo. Salvo
el acoso agobiante de los vendedores de baratijas, aquel entorno era un tanto
idílico, incluso amenizado por la música de una fiesta en el centro budista
cercano.
Benarés, templo de Buda |
Me
siento en parte perturbador de aquel clima cuando pasamos entre la gente para
subir a una barca que nos aleja río adentro hacia la zona de los crematorios.
No me despierta apenas interés aquel fétido ambiente de sucias callejas y leña
apilada que nos lleva hasta el crematorio en que se consumen tres piras y en
una cuarta el muerto tapado con un paño blanco espera su turno. En otra ya
medio apagada un perro hurga los restos aprovechables sin que se inmuten el
grupo de desarrapados que atizan el fuego y nos invitan a ver y alargan la mano
pidiendo propina. Nuestro guía, un hindú ferviente, nos hace observar que sólo
a los parias les está permitida esta función y que estos, ya se sabe, tratan
todo sin el menor respeto. Me asomo un poco subiendo la escalinata que accede
al cuadrado con barandas donde se encuentran las piras y enseguida me retiro.
En la noche apenas iluminada por el fuego no puedo distinguir los miembros
humanos de los leños que arden. Sólo me quedo con la imagen del perro rebañando
en la pira ya extinguida. Hay en los alrededores entre la leña apilada grupos
sentados por los suelos, algunos con la cabeza rapada, honor que corresponde al
familiar más cercano del muerto. Se oye música en una casa cercana. Es una
fiesta, nos aclara el guía, no tiene nada que ver con la ceremonia inmediata.
Volvemos
a los rickshaws entre callejas llenas de leprosos que nos muestran sus muñones
o sus taras y nos piden limosna, niños y niñas que piden o intentan venderte
postales o figuritas de sus dioses, mujeres con niños pidiendo chapati... En
rincones malolientes toscos altares con imágenes deformes del dios elefante
Ganesha, de la diosa de la destrucción y el nacimiento Durga y el linga símbolo
de Siva. Hay un templo especial a este dios a la altura de los crematorios
donde un santón medita y la gente hace ofrendas y se pinta de rojo la frente.
Tres niños sentados en la alfombra de la entrada de una casa recitan frente a
un anciano lecturas del Ramayama. Intento tomar una foto y me rechazan con un
no enojados. Antes de llegar a nuestros carros-bicicletas nos cae un chaparrón
imponente que hace subir por nuestras ropas el nivel de suciedad que ya
arrastrábamos a lo largo de las calles. Nos refugiamos a esperar que escampe
siempre acompañados de unos simpáticos chavales que nos van siguiendo con sus postales y sus
bisuterías. Tienen caras despiertas e inteligentes y la sonrisa no cae nunca de
sus labios. Finalmente llegan hasta nosotros los conductores de los rickshaws y
nos sacan entre los charcos y la marabunda de gente hasta el lugar donde había
quedado nuestro autobús. Llegamos al hotel empapados no sólo de agua y basura
sino de aquel chaparrón de impresiones superpuestas que se habían quedado
adheridas a las partes sensibles de nuestra alma.
Me he
asomado a tus ojos
como
náufrago en sombras
absorto
ante la luz de tu mirada.
Y han
subido mis sueños
por la
risa agridulce
que
acaricia tu cara
Se han
soltado mis pies
bajo
el son de tu música
y han
danzado tu danza.
Mas no
llego al misterio
que
ocultas bajo el velo
de tu
calma.
Te he
arrojado como piedra mi palabra
y
sentado espero el eco
al
borde de tu alma.
Esta
gente tiene en los ojos una intensidad peculiar. Es como si miraran desde una
mayor profundidad que el común de la gente, como si llevaran en el fondo de su
estructura cromosómica todas las marcas de su antiquísima cultura con sus
complejísimos juegos de representaciones, con sus acumuladas tradiciones, con
sus mitos, sus ritos, sus leyendas; como si su carne estuviera perfectamente
moldeada por la magia de los sueños, por el misterio de las representaciones,
como si se movieran en ese plano lejano que crean las simbolizaciones del
lenguaje. Me apasiona ese ir y venir de lo mental a lo físico, por decirlo de
alguna manera, y de lo físico que vuelve
a apuntar a ese más allá de la naturaleza aérea o si se quiere
espiritual. ¿Por qué hay cuerpos que hablan, que dicen con su sola presencia,
que apuntan hacia el mundo mágico de los sueños? La bailarina que danza en
Kajuraho es buen ejemplo de esa creación mágica por medio del canto y los
gestos de un mundo que nos embelesa y juega con nuestros imprecisos deseos
llevándolos de acá para allá por el complejo ámbito de lo que sentimos bello.
Hay sensualidad en los movimientos del torso y las caderas y hay unos gestos de
brazos, sonrisas y miradas que te van llevando sin sentir al estado armonioso
de una conjunción lograda.
Es
cierto que a veces también se vuelven opacas las representaciones, este ritmo
de la indicación a lo indicado se corta, las palabras también son trampas –
dice Octavio Paz. Cuánta gente atrapada en las simbolizaciones. Las
representaciones forman costra y dejan de apuntar a sus objetivos, son los
fanatismos, dogmatismos y todo tipo de prejuicio que no admite contraprueba, es
el embrutecimiento que nos vuelve insensibles a todo lo que está más allá de
nuestra piel, es el bloqueo de esas corrientes que nos atraviesan y hacen
posible ese acorde de que hablan los
poetas entre el tiempo de los hombres y el tiempo de los dioses.
¿No
aprenderemos nunca a dejar que la energía corra libremente a través de nuestras
chacras sin pretender retener ni el tiempo ni las cosas, no seremos capaces de
superar la pereza de los prejuicios y acoger las tradiciones propias y ajenas
contrastando con nuestras mejores aspiraciones sus propuestas?
Es el fluir del pensar a la
acción, de la acción al pensar
quien deja las marcas que
embellecen la carne,
quien moldea los
cuerpos que transmiten mensajes,
quien llena los ojos que te
miran radiantes
con su carga de historia, su
impregnado saber.
Ironías del destino
somos sólo camino.
Sevilla Verano del 2001