PRIMERA PARTE
PRIMATES Y FILÓSOFOS I
FRANS DE WAAL, Primates y filósofos. Ed. Paidos. 2007.
Resumen de A. Durán. andurangm@gmail.com
Tal
vez pueda parecer una unión contra natura, una fusión de elementos totalmente
extraños, cuando menos muy distantes en la cadena evolutiva. Pues ¿qué
comparten estos especimenes que si no están ya en vías de extinción es gracias
a las reservas que un mundo técnicamente organizado va creando para ellos?
Aunque parezca que no, hay mucho que hablar sobre el asunto
pues con los grandes adelantos de la ciencia hemos llegado a saber que, además
de compartir más del 99 % del código genético, compartimos con estos parientes,
no tan retirados como se piensa, un montón de hábitos de comportamiento, de
sentimientos y emociones, y, lo que es más, una moral.
Y aquí entramos los filósofos que hasta hace poco han sido
los últimos depositarios del tema después de que se les fuera de las manos a
los creadores de grandes relatos y a las grandes instituciones amparadas por
alguna religión.
Para debatir el asunto nos hemos reunido un grupo de
filósofas y filósofos, a falta de otros primates, siguiendo las pautas que nos
da De Waal en su obra sobre el tema.
Se trata de dilucidar si hay o no continuidad entre nuestro
comportamiento moral y el de los demás primates, entre otros de nuestros ancestros.
¿Son los primates capaces de un comportamiento altruista,
pensando en los otros, como parece exigir nuestra moral, o son egoístas por
naturaleza?
Y aquí surge la primera polémica.
Por qué el egoísmo tiene que ser siempre malo.
Hombre, siempre hemos considerado a una persona tanto más moral cuanto menos
egoísta.
Eso es cierta moral tradicional que anula al individuo pero
no cuando éste se afirma como un valor. Egoístas lo que se dice egoístas somos
todos un poco, tanto Teresa de Calcuta, - es de suponer una satisfacción en lo
que hace siempre acorde con su mentalidad, - como la persona que lo hace todo
para ganar dinero o para obtener cualquier tipo de premio en esta o en la otra
vida.
Quizás sería bueno distinguir entre el egoísta torpe, que
sólo busca el bien inmediato – el ejemplo de Esaú que vende su futuro por un
plato de lentejas, como nos recuerda Savater en su Ética para Amador - y el egoísta inteligente el que apuesta a un
futuro que incluya el bien de todo su entorno, aunque a éste ya no le
consideremos como tal.
De Waal hace la distinción entre interés, comportamiento
beneficioso aun en seres carentes de intención como las plantas, y egoísmo que
supone un factor intencional en la búsqueda de beneficios. Según él, hay
“fuerzas evolutivas” – esa entidad que se supone en todo proceso – encaminadas
al interés propio tanto en el animal como en el hombre pero eso no excluye el
desarrollo simultáneo de “tendencias altruistas”. (Pág. 38). O sea, que está
todo muy repartido.
Y volviendo a los monos, es indiscutible que muchos de ellos
tienen comportamientos sociales que benefician al grupo, sea compartir comida,
acicalamientos mutuos, gestos de consuelo en caso de sufrimiento...
Claro que todo eso no basta si no va acompañado de una
acción voluntaria que supone una representación previa a la decisión que se
toma. No parece que pueda haber moral sin el elemento racional.
El autor distingue una base elemental de la moral
consistente en el “contagio emocional”, esos mecanismos que entran en
juego en los citados comportamientos sociales y trae el testimonio de Damasio
que constata a nivel neuronal ciertos mecanismos de percepción que se ponen en
marcha por la simple vista del sufrimiento ajeno – las llamadas “neuronas
espejo” o neuronas de la empatía - ; y, por otra parte, un segundo nivel, la “empatía
cognitiva” que evalúa la situación
ajena hasta adoptar la perspectiva del otro. Hasta este segundo nivel pueden
llegar al menos los grandes simios. Sobre todo los chimpancés que manifiestan
un gran sentido de la reciprocidad y la justicia; se dan entre ellos emociones
amables y retributivas. También los monos capuchinos reaccionan de forma
diversa cuando ven que un compañero tiene mejores recompensas (uvas) que él (pepino) haciendo lo mismo. Es
su sentido de la justicia.
Aquí aparece Hume en escena y todos los seguidores del
emotivismo moral. Si, como dice éste, la razón tiene que estar al servicio de
las pasiones y no al revés; si es el sentimiento el fundamento de la moral y en
particular los sentimientos de simpatía y benevolencia hacia la sociedad en
general, no es difícil admitir una continuidad entre nuestro comportamiento
moral y el de los primates.
Pero nada más lejos del pensamiento escolástico y
racionalista que suponen que es la facultad intelectual la que mueve la
voluntad y toda la actividad humana: nihil volitur quin precognitur (nada se
quiere si no se conoce previamente). Y de ahí la libertad de elegir entre las
diversas opciones imposible sin el entendimiento.
Kant, una vez más, parece poner paz con su imperativo
categórico de la razón práctica como base de la moral; un dato empírico, el
“sentimiento” del deber, y un a priori de la razón, la universalidad.
El mismo Darwin reconoce: “Cualquier animal dotado de unos
instintos sociales bien marcados... inevitablemente adquirirá un sentido moral
o conciencia tan pronto como sus facultades intelectuales hayan logrado un
desarrollo tan elevado como en el hombre.” (El origen del hombre. Cit. De Waal,
pág. 39).
De Waall se va a China a buscar apoyo y con la ayuda de
Mencio insiste en nuestra naturaleza
básicamente afectiva, movida por la conmiseración y la reciprocidad. Aunque la
mente tiene un poder los impulsos preceden a la razón y estos son por
naturaleza buenos.
Con todo esto concluye que hay un error básico en Hobbes y
luego en Huxley en hacer bandera de la vieja sentencia “el hombre es un lobo
para el hombre”, pues ni hace justicia a la solidaridad de los cánidos ni a los
más auténticos sentimientos de nuestra especie. Es el clásico dualismo
cuerpo-mente, sentimiento-razón, malo-bueno, donde lo primero sería lo natural
y lo segundo una capa advenida posteriormente, como el super-yo freudiano o la
piel de cordero que disimula hipócritamente nuestro natural perverso.
Y
contrapone su teoría de la muñeca rusa: un trasfondo común al hombre y al
animal al que se van añadiendo elementos nuevos a través de la evolución sin
desaparecer lo primigenio. Desde el contagio emocional, la empatía cognitiva, a
los sentimientos de simpatía y benevolencia cada vez más desinteresados. El
propio Darwin, como hemos dicho, a diferencia de Huxley, está a favor de una
continuidad entre nuestro juicio moral y factores como los instintos sociales,
el cariño parental y filial, la cooperación, y. en definitiva, la selección
grupal.
Sin pretender quitarle valor a los fecundos estudios de los
primatólogos, siempre nos queda aquella sospecha de Russell: nuestra forma de
ver a los animales tiene mucho que ver con las respectivas idiosincrasias y
experiencias: cuando son observados por alemanes, nos dice, se comportan
concienzuda y ponderadamente (mona de Köhler), pero cuando son norteamericanos
lo hacen alocadamente, por tanteos (rata de Skinner). Quizás esto podría ser un
argumento más a favor de las tesis de Waal: para lo bueno y para lo menos bueno
llevamos el animalito dentro.